Revista Literatura

La invitada

Publicado el 31 marzo 2013 por Marga @MdCala


Aquella mañana de abril, tan azul y templada, Saúl se vistió de gala entre confusas voces interiores… Había de acudir a una boda, y él no era hombre de fastos ni ceremonias. Sin embargo, las promesas estaban para cumplirlas, y si de algo podía presumir, era de tener palabra. Iría, claro que sí, y con su mejor sonrisa por estrenar.

La hacienda donde se realizaba el acto civil y el posterior festejo, era realmente preciosa: un inmenso jardín de cuento de hadas, con incontables recovecos donde esconderse del invitado pesado o del cuñado chistoso, se aparecía ante sus ojos, para dar paso, un poco más al fondo, a las sillitas ataviadas de blanco nupcial, pespunteadas de pequeñas flores en sus extremos, y separadas por el pasillo que conduciría a los novios ante el oficiante. Todo estaba listo y el espectáculo podía dar comienzo. Entonces, el nudo de la corbata de Saúl, que se clavaba insistente una y otra vez, comenzó a aflojarse cediendo el turno a la comodidad. Ese instante de bienestar tenía nombre de mujer. Y él estaba a punto de saber cuál era.

-Disculpa, creo que ese es mi asiento. Soy Mar. Tu silla esta allí, más adelante…

Saúl comprobó, tras recoger discretamente el corazón recién salido  del pecho, que la invitada tenía razón: su lugar no era aquel que -casualmente- pertenecía a la mujer más bella de cuantas allí se daban cita. Justamente ahora sabía bien de su error, pero también sabía que la ocasión de enmendarlo no se presentaba con facilidad, y la suya estaba allí delante, vestida de rojo y esperando sonriente su reacción. Sin más dudar, se inclinó y le susurró al oído.

-Sígueme. Ahora te explico.

Y tomando la mano a la desconocida que le había hecho renegar de su cordura, se alejó del escenario nupcial para adentrarse en otro mucho más prometedor, plagado de naranjos, palmeras, almendros y arbustos de todo tipo y tamaño, que guardarían a la pareja de miradas inquisitivas… Saúl, encantado por la rendida anuencia de Mar, buscó finalmente refugio tras un arco encalado y trepado por un frondoso jazmín, que enmarcaría perfectamente su aventura.

-Verás: me llamo Saúl, y desde que entré en la finca no he podido quitarte la vista de encima, como si estuviera hipnotizado, o hechizado… ¡no lo sé! Después, te has acercado, me has hablado y te has presentado. Para mí es suficiente: llámame loco, llámame anormal, llámame lo que quieras, pero te quiero y te deseo como  nunca a nadie en mi vida. Pensé que tenías que saberlo. ¿Qué te parece que hagamos ahora, Mar…?

Sin mediar palabra, la invitada que vestía la pasión soltó la mano del hombre que ya sudaba pánico, y se estrechó contra su pecho, permitiéndole conocer su aroma a azahar y a ganas… Él, rendido, entregado, y agradecido por su suerte, comenzó a pronunciar el que, de forma acostumbrada, da paso a la gloria más inconsciente y salvaje. El que abre puertas y cierra pudores. El que recuerda la alegría de sentirse vivo.

El Sí, quiero.

-…Y yo os declaro marido y mujer. Saúl: ya puedes besar a la novia… ¡Felicidades para ambos!
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Tardó tiempo en dejar de comentarse, por los invitados al enlace de Saúl y Carla, lo que a partir de aquel momento allí aconteció. El novio, apenas hubo salido de su ensimismamiento, protagonizó una de las escenas más insólitas de cuantas han podido presenciarse en una ceremonia: enajenado, aturdido y furioso, gritaba el nombre de Mar, ante la perpleja mirada de su flamante esposa que, indignada, arrojó el buquet de azahares contra el suelo, y desapareció rápidamente de escena. A continuación, un médico que se encontraba entre los invitados, atendió al desconsolado contrayente, cuyo llanto conmovía al más hierático de los individuos, para luego acompañarle hasta su casa y suministrarle el sedante que le ayudaría a recuperar la calma. El matrimonio fue declarado nulo, y con el tiempo las aguas volvieron a su cauce, y las vidas a su tedio.

Aún hoy -diez años más tarde- se dice que Saúl visita de vez en cuando la hacienda, siempre que el coraje se lo permite, porque asegura a quien quiere escucharlo que solo allí puede ver a Mar, entre naranjos y palmeras, y siempre vestida del rojo que a él lo hechizó.

Nadie, nunca, le creyó jamás…


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