Eran amigos desde su más tierna infancia, ni un secreto se guardaban, crecieron como hermanos de mente y corazón, todos sus pensamientos eran compartidos, en una época de catolicismo desaforado, hasta esos pecadillos de conciencia, que uno apenas se atreve a confesarse a sí mismo, era pasto de su regular y periódica comunión.
Disfrutaron y compartieron las primeras masturbaciones, y también el temor a quedarse ciegos, como bien se había encargado el cuervo ensotanado de turno, de inculcar en esas tiernas mentes, para que no cayesen en las garras de tan malsana tentación, que equivocadamente llaman: del disfrute solitario.
Fueron confidentes de sus iniciales amores de pavo, y cuando llegó el desarrollo y con el crecieron las ansias de acercarse el género tenido como contrario, y que por suerte siempre termina siendo complementario -el de las formas delicadas y largas trenzas- como no podía ser menos en tiempos en que ser un poco afeminado, era poco menos que estar en pecado mortal y todos eran muy machos, aunque no se comieran una rosca… ¡que por supuesto no se comían! Siguieron marchando al unísono, con el mismo paso, todo era compartido, sin pensar en la opinión de los demás, ni en el que dirán.
Cuando un día Juan, le anunció a su amigo Andrés, la intención de casarse, y precisamente con quien había sido el oscuro objeto del deseo de entrambos, este último consideró el hecho declarado, como una doble traición en toda regla, y pensó que el muy zorro de Juan era un falso y “…las mataba callando”
El cordial cariño que se tenían, quedó herido de muerte desde aquel momento, siendo tenida como la jornada más aciaga de su existencia. Aquella mujer serpiente, vino a interponerse entre ellos. Se quejaba dolido el despechado: que su asociado el muy tunante, había fraguado una alianza misteriosa en secreto, obtenido una rastrera complicidad, tejido un fuerte lazo, todo a sus espaldas, adobado con besos de Judas, y por tanto se había vuelto un socio poco de fiar.
Andrés rehusó asistir a la despedida de soltero y sin demasiadas ganas acudió a la iglesia y al banquete. La mujer a la que un poco conocía, era una jovencita, entre rubia desleída sin ser del todo morena, quizá tirando a llenita, atractiva, con ojos garzos, cara redonda con patillas largas y cuyos luceros se empequeñecían al reír. Sonrisa dulce y seductora cual máscara, aunque la mirada era gris, su rostro se iluminaba con la gracia de una malicia soterrada. Caminaba muy derecha con un leve e insinuante balanceo.
Juan parecía estar muy colado por ella, la comía en todo momento con la mirada, con un deseo exagerado. A los pocos días coincidieron en la cafetería y le vino a confesar:
-No te haces ni idea de lo feliz que soy, no podría vivir sin ella, la amo locamente… me proporciona un placer inmenso. Además, es, es… tartamudeó sin rematar la frase, pero acercando los dedos juntos a la boca soltó el sonido de un beso, que venía a significar seguramente: celestial, redonda, perfecta, y varias cosas más.
-¿Tanto como eso? ¿No exageraras un poco? –dijo Andrés, dibujando media sonrisa.
-¡Es adorable! ¡Todo lo que puedas soñar, y más! –le respondió convencido.
Andrés, aprovechó el encuentro para despedirse ya que le había salido un trabajo en Madrid y en unos días cambiaría de residencia. La intimidad se había frenado en seco, ya apenas tenían algo que decirse.
Como dos años después, Andrés regresó a Gijón de vacaciones, a los pocos días mientras vagaba por la calle Corrida, tratando de recuperar sus olvidados paseos, cuando de pronto divisó a la altura del cine Maria Cristina viniendo en sentido contrario a un hombre con la cara demacrada, pálido, con los ojos hundidos… se parecía a su amigo Juan, tanto como un sifilítico se asemeja a un joven colorado, lozano y saludable que él había conocido. Después de dudar y preguntarse si sería quien el se creía, al tenerlo más cerca por sus gestos terminó por convencerse, en estas estaba cuando el otro lo descubrió, y abriendo los brazos con alegría contenida vinieron a fundirse en un estrecho abrazo.
Continuaron caminando en dirección al Muelle, recordando viejos tiempos, Juan parecía fatigado aunque iban despacio, Andrés no pudo dejar de preguntarle:
-¿No estarás enfermo?
-La verdad, no me siento demasiado bien –contestó
Aparentaba estar muy jodido, poco menos que en las últimas, así que a Andrés le embargó una oleada de pena y cariño hacia su compañero, el amigo más íntimo y querido que sin duda había tenido. Pasaban por delante de la cafetería Korynto, lo que aprovechó para poco menos que arrastrar a su amigo dentro, y sentarlo en un taburete a la entrada.
-¿Qué te pasa Juan? ¿Te duele algo?
-Es solo un poco de fatiga, no es nada –dijo casi sin fuerzas para despegar la voz.
-¿No vas al médico? ¿Qué te dice?
-Dice que tengo un poco de anemia, que estoy falto de hierro que tengo que cuidarme, comer mucha carne roxa y espinacas, ¡pero me apetece tampoco…!
De improviso, una sospecha cruzó por la mente de Andrés.
-¿Tu eres feliz?
-¡Felicísimo! –le contestó el amigo
-¿Como vas con tu mujer?
-¡De maravilla, es divina…cada día que pasa la quiero más!
Pero Andrés algo notó en la palidez de su amigo, como si tratase de dibujar un ligero rubor en sus mejillas, y le molestase el interrogatorio. Así que se sentó a su lado, y cogiéndole las manos fijó sus ojos en los del otro diciendo:
-Vamos, no me engañas…¡confiesa toda la verdad!
-No tengo nada que confesar –se quejó el otro.
-Te estás mintiendo, me mientes y lo sabes, ¡sincérate de una vez!
De nuevo se tiñeron de rojo sus mejillas, agachó la mirada y tartamudeó:
-Soy un necio, estoy…estoy, hecho una piltrafa, acabado.
Se tomó un respiro, continuando de sopetón como si echase de sí un pensamiento cruel que le torturaba.
-Tengo una mujer que me está matando…, ¡eso es!
Aquella confesión no la esperaba Andrés, lo dejó de una pieza.
-¿Acaso te está envenenando? -le preguntó incrédulo.
-No es nada de lo que piensas. Estoy quedando como un limón exprimido, sin jugo. Cada día que pasa me asemejo más a una arrugada castaña mayuca.
-¡Eso sí que es un problema, amigo! –aseveró Andrés, mientras media sonrisa le bailaba en el rostro.
-¡Pienso que la quiero demasiado! –sentenció quejoso Juan.
-¡Ya te vale amigo! no se debe forzar la máquina. Por tu bien, podrías tratar de quererla un poco menos.
-La verdad es que no puedo. Sé que me estoy matando, poco a poco y hasta hay momentos en que me entra el pánico. Me digo que con la disculpa de ir por tabaco, tramo el no volver más y perderme por el mundo… ¡pero no puedo, es superior a mí! Igual que un alcohólico o un fumador, yo también necesito la diaria dosis de droga que me consume. Subo de bajar la basura y si me demoro un poco, allí la tengo con el salto de cama puesto, diciéndome melosa: -“Cariño te estaba esperando” Y aunque esté fatigado, de nuevo caigo, sucumbo sin remisión.
-Bien dicen que: “la jodienda no tiene enmienda” recuerdas cuando éramos jóvenes, como el Peque nos contaba que en una casa de citas de la carretera de Oviedo –sí, aquella que estaba cuatro pasos más allá del Fielato- había una portuguesa, que según él era ninfómana y con nuestros pocos años y la falta de experiencia, la sana envidia que sentíamos de poder disfrutar algún día de una mujer así; pues mi Ana, tiene ese mismo temperamento de Mesalina, que me trae a mal traer. Es demasiado mujer para mí. Que razón tiene la sabiduría popular que dice: “Una sola mujer puede dar placer a más de cinco hombres, pero a veces ni cinco hombres son capaces de satisfacer a una sola mujer”
-¡Carajo hermano! Mira que éramos pendejos cuando estábamos convencidos que una mujer así ¡valía un capital! Pero así y todo…no puedes dejarte matar sin oponer resistencia, algo tendrás que hacer para satisfacerla, incluso el plantearte el compartirla, de otra forma no vivirás para contarlo.
-No tengo remedio hermano, ¡estoy sentenciado! ¿Te acuerdas de aquella cancioncilla que decía…?:
Y eso de matar l`araña
yo no lo puedo entender,
unos la matan de noche
y otros al amanecer.
-Pues a mí me toca al oscurecer, por la mañana y se tercia –a la siesta- después de comer.
-Confiésale tus cuitas y limitaciones, ella -si no está endemoniada- sabrá comprender.
Juan negó con la cabeza al tiempo que se encogía de hombros, como diciendo: ¡que le vas hacer…!
Se fundieron en un fuerte abrazo de despedida.
-¡Cuídate amigo! Y recuerda que solo se vive una vez –le dijo Andrés al marchar
-¡Hasta siempre hermano! –le contestó Juan con las lágrimas a punto de brotarle a los ojos, y convencido que no se volverían a ver.
De vuelta a la capital, Andrés pasó todo el año esperando tener noticias de un día para otro, del deceso de su amigo. Era buena señal la falta de noticias, así que llegado el verano y estando de nuevo de vacaciones, se dijo que estaba obligado a acercarse por casa de Juan, cuanto antes. Con esa convicción, caminaba por el Muro de la playa, al día siguiente de su llegada, era una de esas tibias tardes del estío, en que el brillo de los ojos de las morenas caras de los jóvenes transeúntes con que te cruzas, te predisponen y animan a disfrutar de la vida, cuando al llegar a la calle Ezcurdia un toque en el hombro vino a sacarlo de sus cavilaciones, y dejarlo pasmado. Se volvió… y allí estaba su amigo, era un Juan desconocido, derrochando salud por todos los poros, prieto, sonrosado y hecho un verdadero dandy. Se le veía fuerte y rejuvenecido, hasta había cogido un poco peso.
-¡Benditos ojos te vean hermano!
Andrés estaba desconcertado, ese no era el aspirante a cadáver que despidiera con gran pena el año anterior.
-¡Estás desconocido amigo! ¡Me alegra un montón el verte tan bien!
-Comprenderás que no era juicioso dejarse matar, sin más ni más.
Las insinuaciones de Andrés, el día que se despidieron, no habían caído en saco roto, así que Juan acudió en petición de ayuda al Peque, que seguía frecuentando como de costumbre la casa de citas y que se brindó encantado de mediar. Planteado el tema en toda su crudeza, Ana terminó aceptando y ahora acude regularmente, las tardes de: lunes, miércoles y viernes al pagano –aunque para Juan resultó un bendito local- camino de Oviedo, al tiempo que se convirtió en un ingreso extra, que les vino de perilla a los duros tiempos que les ha tocado vivir.
Ni que decir tiene, que el giro del problema, propició que aquel volcán bullendo, se viese aplacado con entera satisfacción de ambas partes, y lo que es más importante, la salud de Andrés se viese preservada. Por demás, convencidos estaban los dos amigos que: “vida no hay más que una” y aunque si bien la mayoría de las veces termine siendo un asco, es una idiotez tirarla por la borda, por no tomar una decisión justa y provechosa, a su debido tiempo.
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