Revista Literatura
El sol comenzaba a cederle paso a la noche, ocultando su brillo tras nubes pintadas de matices rojizos que contrastaban con el azul del cielo, haciéndome tararear “el cielo está enladrillado, quién lo desenladrillará, el que lo desenladrille, buen desenladrillador será”. La tibia brisa, proveniente del lago, mezclada con la arena de los solares de las casas, se adhería a mi sudado cuerpo y revoltosa cabellera rubia. Quería soltarme de las manos de mamá y correr por la acera, que advertía amplia e infinita, o entrar a nuestra casa a jugar en el jardín, para explorar sus misteriosos arbustos y sentarme bajo los árboles de ramas frondosas, en los cuales me gustaba esconderme y soñar que estaba en la Jungla de Tarzán, pero era imposible, sus dedos eran fuertes grilletes, que atajaban épicas fantasías de la mente de una niña de cuatro años. Observaba las residencias que se encontraban alrededor de la calle, eran construcciones grandes con amplios patios sembrados de matas de mango y níspero. Husmeaba entre las cercas con la ilusión de ver niños jugando tras sus bajos muros adornados con rejas de hierro forjado en formas florales. No conocíamos a nadie en el barrio, o por lo menos aún no tenía amigos con quienes compartir mis fantasías. Mamá hablaba con unas personas que la memoria no quiere decirme quienes eran. Estaba aburrida, quería soltarme, brincaba para cansar el brazo opresor, sin lograrlo, a mayor movimiento el control aumentaba. Al momento que mamá se despedía, llegó un auto al garaje de la casa diagonal a la nuestra, lo manejaba una señora y en el asiento trasero iba una niña, que al verme se levantó y asomó su cara por la ventanilla de la puerta. Sus grandes ojos verdes miraban con asombro hacia el lugar donde nos encontrábamos. Se volteó y le murmuró algo a la mujer y con movimientos rápidos, abrió la puerta y se bajó para correr hasta el lindero de la acera con el pavimento de la calle, se detuvo y se quedo ahí, parada, estudiándome. Al verla, deje de saltar, la miré con sorpresa, era pequeña, como yo. Su cabello era rubio y lacio. Me saludó haciendo un movimiento con la mano, no contesté, estaba paralizada. Mamá dijo que teníamos que entrar a la casa para cenar, pero no obedecí, no quise caminar y le sujeté con fuerza la mano enlazada y con la otra señalé a la niña. Desde ese mágico día compartí fantasías en la Jungla de Tarzán.