Miró con orgullo las tres líneas del tendedero llenas a rebosar de sábanas, camisas, calcetines, pañuelos, bragas, pantalones y demás prendas. Lo comparó con el del piso de enfrente satisfecha porque una vez más tenía más ropa tendida que doña Francisca, la vecina del sexto primera y la única del rellano con la que compartía patio de luces .
Revolvió entre la cesta y vio que no había suficiente ropa blanca para hacer otra lavadora. No le gustó y recorrió las habitaciones buscando ropa blanca que lavar. No le importaba si eran las sábanas que había cambiado ayer mismo, o los pañuelos planchados en el fondo de un cajón. ... Cuando creyó que ya tenía suficiente volvió al fregadero y juntó la ropa que llevaba en sus brazos con la de la cesta, llenó el tambor, añadió un vaso de jabón en polvo, cerró la puerta, seleccionó el programa número treinta y apretó el botón de arranque. Satisfecha se quedó mirando la lavadora hasta que llena de agua empezó a dar vueltas. Con cara de felicidad fue al tendedero, comprobó que la ropa estuviese totalmente seca y empezó a recogerla, dejándola en la bandeja de encima del lavavajillas que estaba al lado de la lavadora. Tamara mañana, la clasificaría, la plancharía, la doblaría y la dejaría encima de la cama para que ella la guardase en el armario ropero o en la cómoda, según correspondiese. Suerte de la rumana porque a ella nunca le había gustado doblar la ropa o plancharla.
Ultimamente no tenía bastante con llenar un par de veces al día los treinta metros de tendedero. Cada día le costaba mas conseguir ropa que lavar pues en casa ya no estaban aquellos niños que lo ensuciaban todo y a los que había que cambiar varias veces al día.
Pocos días después paseando por la Escuela Industrial vio dos contenedores naranja con unos carteles en los que una ONG pedía que se depositase en ellos ropa usada que sería utilizada con fines sociales sin explicar como. Manipuló los contenedores para ver como funcionaban viendo que tenía un sencillo mecanismo consistente un cajón, en el que se ponía la ropa, que se hacía voltear mediante una palanca de forma que ésta caía al interior del mismo. Una vez dentro parecía difícil poderla sacar otra vez sin la llave de la tapa delantera que daba acceso al interior del contenedor. ... Al llegar a casa consultó en Internet y vio imágenes de personas que intentaban coger la ropa entrando por la abertura del cajón. Después de darle muchas vueltas llegó a la conclusión que la única manera era abrir, por los medios que fuesen, la puerta delantera. Una vez llegada a este punto se dijo que no sabía porque perdía el tiempo con esas tonterías.
Los días siguientes estuvo ocupada con un cursillo de Excel que le dieron en el trabajo. Su inexperiencia le obligaba a repasar por las tardes en casa con el ordenador de su marido. Aquel jueves, cansada de tanta celdas y de tantas formulas, salió a pasear para despejarse un poco. Bajando por Casanovas y poco después de cruzar Córcega vio una lavandería de autoservicio, parecida a las que había visto en las películas americanas. ... Era un local pequeño, frío, abierto, sin puertas, con cuatro lavadoras y dos secadoras. Las lavadoras, según ponía en un cartel, eran de diez quilos y costaban seis euros. ... En otro cartel leyó las instrucciones de funcionamiento, el horario y la posibilidad de usar una tarjeta de veinte euros que suponía un descuento del veinticinco por ciento. ¡cuantas lavadoras podría hacer con estos medios!
Al llegar a casa, echando mano de los apuntes del cursillo de Excel, calculó de forma mas fácil de lo que imaginaba, que en dieciséis horas podía hacer noventa y dos lavadoras con sus correspondientes secadoras, y que el coste diario se acercaba a los quinientos cincuenta euros, usando el abono. También calculó que hacían falta unos novecientos veinte kilos de ropa para hacer funcionar las lavadoras de forma más o menos ininterrumpida. ...
Dos semanas después abrió una cuenta en el banco de Sabadell. A continuación alquiló una plaza en el garaje de al lado de casa, donde pidió una zona de poco transito alegando que era novata y se ponía nerviosa al aparcar. Se acercó a un desguace en santa Coloma en donde memorizo tres matrículas de coches a punto de ser achatarrados y volvió a casa, no sin antes encargar en una tienda del Raval, un juego de matrículas, con los números aprendidos, que un amable paquistaní le hizo al momento. Al llegar a casa buscó en YouTube como hacer el puente a la furgoneta Opel Combo del 2012 del vecino del segundo. Una vez aprendida la técnica, cogió unas cuantas herramientas, fue a la ferretería donde compró otras cuantas y de allí fue directa a donde sabía que el vecino aparcaba cada día la Combo. Le hizo el puente se fue con ella a un descampado de la Zona Franca donde cambió las placas y la guardo en su plaza de garaje recién alquilada. Por la noche bajó a pasear al perro provista de una cizalla, cogió la furgoneta y con perro, cizalla y furgoneta se fue hasta el contenedor mas cercano. Mientras que el perro hacia sus necesidades, cortó los candados, cargó la furgoneta de ropa y volvió al garaje. A su marido le dijo que, para estar finales de febrero, hacía una noche maravillosa para pasear por la calle.
Al día siguiente volvió a la tienda del Raval y compró una pistola Glock que le recomendó el mismo vendedor. Le cobró mil euros y le dio de regalo una caja de cartuchos que ella dejó sobre el mostrador. Se dirigió a una sucursal de Bankia que tenía el camino de acceso limpio de cámaras, se puso un pasamontañas y robó dieciocho mil euros. Del montón seleccionó dos mil que cambió a billetes de veinte en otra sucursal del mismo banco. Se fue a buscar la furgoneta y se plantó en la lavandería con ciento cincuenta quilos de ropa lista para ser lavada. Amablemente echó al italiano que estaba haciendo la colada y se puso manos a la obra.
Hace ya más de un año que vive en su lavandería. La ha decorado con unas cortinas con puntillas, un ficus, un helecho gigante y un póster de Serrat. Al lado de la máquina tragaperras ha puesto una cocinita de gas y una nevera de camping. Enfrente de las maquinas hay un catre y una tele de las antiguas que está todo el día encendida. Nadie entra desde hace meses a lavar pero raro es el día que no hay unos cuantos curiosos mirando como carga y descarga, feliz, las lavadoras y las secadoras. En ocasiones entre los curiosos está su marido, a veces solo, a veces con alguno de los niños. Antes intentaban hablar con ella y le gritaban “mama, mama” o “Lola, Lola”. Ahora ya solo la observan silenciosos en sus visitas cada vez más espaciadas.