Revista Literatura

La mala educación

Publicado el 24 febrero 2011 por B
¿Sabe? Yo era una niña un poco rara. No rara de esas que hablan con las plantas, comen hormigas y se ponen la falda del uniforme en la cabeza. Yo era rara en el sentido de que un día hablaba sin parar y al día siguiente no había quien me sacara una palabra. No me probaba los zapatos de mi madre, ni me pintaba los labios a escondidas ni saltaba a la comba con las niñas de mi clase. Yo era un poco rara, pero es que mi colegio también era raro. Mi colegio presumía del ser el más tolerante, el más moderno, el más progre, cuando en realidad de lo único que podía presumir era de un complejo de inferioridad tremendo, porque en vez de dedicarse a hacer cosas de colegio, intentaba siempre superar a los pijos de Jesuitas o tener mejor equipo de fútbol que los de Maristas. Algo imposible, se lo juro. Así que esa incomodidad de ser mediocres, por así decirlo, la solucionaban echando balones fuera, no involucrándose directamente en nuestra educación, porque imponer una ideología no era ni de tolerantes, ni de modernos, ni de progres, ¿lo entiende? Para que se haga una idea, decidieron ilustrarnos con tres versiones distintas sobre un hecho para que nosotros mismos escogiéramos el que mejor iba con nuestra ética, o moral, o como lo quiera llamar. En clase de alternativa a la educación (del nombre de la asignatura mejor ni hablar) nos pusieron La vida de Brian, La última tentación de Cristo y La pasión. Y no consiguieron absolutamente nada, aparte de alguna risa y un codazo, porque el verdadero interés se explicaba en dos corrientes mucho más fuertes: intentar por todos los medios desabrochar un sujetador en medio de clase o intentar por todos los medios evitarlo. No aprendíamos nada valioso, realmente. Sí, los ríos de España, la historia del siglo veinte y derivadas, todo eso de pé a pa, pero las asignaturas eran insultantemente fáciles, con exámenes insultantemente fáciles. Y con todo la gente suspendía y copiaba por conseguir un cinco. No, yo no copié nunca, ¿para qué? En la universidad sí, claro, tres veces. Dos con el mismo método, subiendo todos los apuntes encima de la mesa y copiando directamente de ellos. Más descarado, más seguro, aunque no se lo crea. La tercera y última vez que copié fue en septiembre, en una maldita recuperación. Hacía mucho calor, y me llené los muslos de fórmulas y principios matemáticos imposibles. Luego sólo tenía que subirme el vestido, o la falda, y copiar como una posesa. Luego estuve más de media hora frotándome en la ducha, para que se fuera la tinta. Ah, sí, perdón, el colegio. Pues eso, el colegio era el colegio, y era aburrido, por mucho que tuviéramos taquillas como en las películas, y la gente fuera a meterse mano en la parte de atrás de la biblioteca. Por eso empecé a faltar, a inventarme en casa visitas al Museo Provincial los viernes a las diez de la mañana, o enfermedades de profesores. Luego falsificabas una nota y ya está. La primera vez fue emocionante y muy divertido contar la mentira en casa, pero a la cuarta empezó a ser muy aburrido, porque no había sesiones de cine matutinas, las exposiciones ya me las había visto y al final, la aventura, la mentira, se resumía en matar el tiempo en una cafetería leyendo libros. Pero de pronto, cuando ya no podía más del aburrimiento, me imaginaba a toda mi clase, atendiendo, no aprendiendo nada, en esa hora de geografía los viernes de dos a tres, mucho más aburridos que yo, y me entraban unas ganas locas de reírme, y me reía en voz alta, muy fuerte, llegaba a casa contentísima, como si en vez de haber estado en la calle me hubieran llevado al Prado, contaba otra buenísima mentira y a la semana que viene lo volvía a hacer. Sí, tal vez. Ya le he dicho que yo era una niña un poco rara.

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