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La mano del pescador

Publicado el 04 noviembre 2009 por Ramongil
La mano del pescador

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La vi justo cuando se metió entre las ruedas. Una sombra negra. Sentí un golpe seco. Hueco. Paré el coche en el arcén y me bajé. No vi nada. “No puede ser”, me dije. Debieron pasar unos minutos. En la carretera no había nadie, a lo lejos dos casas. Los árboles, las nubes, todo permanecía quieto. Todavía con el susto en el cuerpo monté en el coche e intenté tranquilizarme. Reanudé la marcha y al hacerlo noté claramente como pasaba por encima de algo. Bajé de nuevo y allí estaba. Un perro negro, pequeño. “Atropellar al mismo perro dos veces”, me sentía mal y aun así me reí al pensarlo. Vi en las ruedas sangre y restos de pelo. El perro agonizaba y yo no quería mirarlo aunque lo miraba. “Qué mala muerte”, dije y me acerqué a cogerlo. Entonces me lanzó los dientes y me hizo un rasguño en la mano. Me separé. Cada vez que intentaba aproximarme el perro alzaba el hocico y me retaba con unos ojos rojos y violentos; en el pecho el corazón le golpeaba rápido y respiraba con dificultad. Pero no moría y siempre tenía una última fuerza para amenazarme. Sabía que ya no podía hacer nada. La herida de mi mano no parecía grave aunque tal vez tuviese que ponerme una vacuna. Decidí no seguir mirando y me fui.
Llegué a la ciudad más o menos a las seis y aparqué en los muelles. La tarde era tibia y el cielo se veía con una luz amarillenta, apagada. Me dejé llevar sin un destino fijo, casi sin la intención de pasear, por aquel puerto pequeño pensando en lo que me había traído a esa ciudad. Había leído un anuncio: “Mujer busca hombre para amistad.” Breve, sin ninguna indicación, sin ninguna condición. “Mujer busca hombre para amistad”. Tuve curiosidad y contesté aquella solicitud. Después de hablar varias veces arreglamos el encuentro. A las ocho. Había conducido doscientos kilómetros y atropellado dos veces a un perro para verla.
En el puerto un hombre al que le faltaba una pierna estaba sentado en el borde del muelle mientras cuidaba una caña de pescar. En el suelo, a su lado, junto a los útiles de pesca, descansaba una muleta. Él me vio y me miró con desconfianza. El mar parecía negro. “¿Qué se puede pescar ahí?”, me pregunté. Miré las barcas y me fijé en sus nombres, la mayoría de mujer. Me llamo la atención uno: “Invencible”. Sin quererlo dije el nombre en voz alta. “Es de Aurelio, el loco”, dijo él sin apartar la vista del mar. Un pez picó en la caña. Lo sacó del anzuelo y lo tiró de nuevo al mar. Me miró y dijo algo que no entendí: “Sólo quiero los invisibles”. Me dolía la mano y ver al tullido no me hizo bien. La imagen del perro casi muerto, de sus ojos lastimosos, de sus dientes dispuestos, me asustó de nuevo.
Me alejé del muelle y me dirigí al Café Central, en la Plaza Nueva, donde había quedado con la mujer que buscaba un hombre. Para la cita habíamos ideado una clave: ella llevaría un cuaderno de tapas malva y yo un pañuelo rojo en el bolsillo de la chaqueta. Las calles de la ciudad eran recogidas, muy estrechas. Me perdí y pregunté y al fin llegué a la plaza donde en un lateral estaba el café. Me preocupé al sentir, en ese momento, la mano dormida, pero ya estaba entrando en el café: un lugar amplio con mesas de mármol y una barra de madera en forma de óvalo. No había mucha gente. Suponía que iba a llegar el primero; me equivoqué, ella ya estaba allí esperando y escribiendo algo en el cuaderno. “Es una mujer fea”, me dije al verla. Vestía de negro, era flaca y parecía muy frágil. Tenía la piel gastada y el pelo corto. Pensé en el destino y en el fracaso, pensé en mi propia fealdad, pensé en el perro que había abandonado y en el loco que ponía a su barquita el nombre de “Invencible”. Enseguida me vio y cerró el cuaderno. Mantenía apenas una sonrisa mientras yo torpemente me sentaba.
–¿Leo...? –dije
–¿Antonio...? –al oírle decir mi nombre sentí un pinchazo en la mano. Sus movimientos eran lentos y su voz bella. Ya conocía la voz pero ahora, sin la mediación del teléfono, era más dulce, envolvente, sensual. Yo debía de estar pálido porque ella me lo dijo. En la zona del arañazo la mano estaba ligeramente hinchada. Los movimientos de Leo eran cada vez más lentos.
No debí contarle mi accidente. Me miró la mano y dijo que había que ir a un dispensario, que había que desinfectar la herida y poner una vacuna. Yo le dije que por unos minutos más no pasaría nada, que iríamos después de tomar algo y hablar. Aceptó. Pidió agua y yo un café. Señalando el cuaderno, y sin que yo le preguntase, me explicó que era un diario de sueños.
–Ah... ¿y qué soñaste hoy? –pregunté
–Hoy... no me acuerdo –dudó –pero hace unos días soñé que tú atropellabas un perro.
–¿Es una broma...?
–Claro... –respondió, y pude ver una luz en sus ojos.
Le conté que paseando en el muelle había visto a un pescador que quería pescar peces invisibles. Leo sonrió y dijo que lo anotaría en el diario, y añadió:
–No creo que piquen... Es un pescador que sólo espera. Un poco como nosotros, como tú y como yo. Espera algo y no sabe qué.
Quedamos en silencio. Yo estaba triste pero la mano había dejado de dolerme. Entonces se levantó y yo la seguí. Caminamos rápido hasta la casa de un practicante que Leo conocía. No recuerdo que en el trayecto nos dijésemos nada, y cuando llegamos, y ya en la casa, tampoco recuerdo que nos presentase. Leo le explicó lo que me había pasado mientras yo aguardaba a su lado, incómodo. Entramos en una sala que olía a yodo y alcohol y me senté en una camilla vestida con una sábana verde; le enseñé la mano y él juzgó que era necesario prevenir el tétano. Me puso una inyección y comenzó a contar algo acerca de la enfermedad. Leo había dejado de hablar y permanecía de pie como distraída, como si no le importásemos ninguno de los dos que estábamos allí. En una mano sostenía el cuaderno.
–Ayer volvió el sueño del espejo, ya sabes... –dijo el practicante dirigiéndose a Leo–. Es un sueño que tengo –me explicó a mí–. Mientras me afeito me veo en un espejo que se rompe y deja paso a otro que también se rompe y a otro más, así hasta que llego a un último espejo donde no se refleja nada.
Al salir de la consulta me acompañaba el eco de las palabras del practicante “...donde no se refleja nada”. Le quise comentar esas palabras a Leo aunque no me atreví. Nos despedimos y yo sabía que era la última vez que nos veíamos. Lo iba pensando mientras me acercaba al muelle donde había dejado el coche. La noche era cerrada y la iluminación escasa del puerto no permitía distinguir los nombres de las barcas. No había nadie. Tropecé con una muleta abandonada y por segunda vez en el día me reí. “Aurelio, loco...”, dije en voz alta, “...buena pesca”. Ya en el coche seguí pensando en Leo y en el sueño del practicante. Cuando me estaba acercando al lugar donde había atropellado al perro aminoré la marcha. Me era difícil precisar el lugar, también es posible que al perro lo guardase la noche, por más que miré no lo vi. Ahora pienso de nuevo en ellos, pienso que es Leo la que se esconde en los espejos de aquel sueño. También tengo la sospecha de que ella realmente soñó que yo atropellaba a un perro. Es sólo una sospecha, pero desde entonces el único sueño que recuerdo es el de un hombre que en una carretera vacía golpea una sombra con su coche.

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margin-left:1.6in;margin-bottom:.0001pt;text-indent:.0in;line-height:18.0pt;
mso-line-height-rule:exactly">Ilustración: Paul Klee. The golden fish, 1925

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