Dame todo lo que lleves encima: la cámara y el dinero para empezar, que es lo que te he visto --lo dijo poco después de haber parado al lado de la carretera sin previo aviso. Se confirmaba el porqué del extraño tembleque que tenían sus manos al mover el volante.
Le miré con los ojos muy abiertos. No de miedo, sino de sorpresa. Quién iba a pensar que después de hablar del punk polaco y de la política muerta con Kaczynski, después de que le invitara a un café en esa gasolinera y de que me sintiera protegida en su coche, el rubio conductor me sorprendiera con una traición tan directa. Después de haber compartido a Super Girl and Romantic Boys en el reproductor cascado de su Volkswagen.
¿Qué? ¿Qué dices? ¿Hablas en serio?
Mira, yo no te he obligado a meterte en mi coche, lo has hecho tú sola --eso era verdad.
¿Y eso te da derecho a robarme? --contesté con seguridad--. ¿Mis cosas pasan a ser tuyas en el momento en que te doy mi confianza? --estaba indignada--. Esto no tiene ningún sentido --pegué un saltito decidido para recostar mi espalda en el asiento al tiempo que cruzaba los brazos. Disimulé estúpidamente mi nerviosismo mirando hacia la ventana de mi puerta.
Necesito el dinero, al menos dame el dinero --medio girándose hacia mí, se apoyó en la palanca del freno de mano--. Te he traído hasta aquí, ¿verdad? --señaló la negrura creada por la falta de iluminación de la carretera. Era un lugar bastante tétrico, de ahí la ironía del comentario confirmada por la mueca en la boca de mi atracador--. ¿No tiene sentido entonces que me pagues algo por ello? Y no me refiero a un café en una gasolinera.
No te he invitado --levanté la voz-- para pagarte nada. Era una muestra de agradecimiento por que me recogieras. Cuando alguien te dice que está haciendo autoestop y te pide si le puedes llevar, ya se presupone que no hay dinero de por medio. Joder, Tomasz, si ese es tu verdadero nombre, porque ya dudo de todo, me habías dado otra impresión. Qué decepción.
El contacto que había tenido con él hasta ese momento me había hecho sentir que teníamos algo en común y que le conocía. Así que, por estúpido que parezca, sí, fue así: intenté hacerle sentir culpable. Sólo habíamos pasado una hora juntos desde que nos habíamos encontrado en una gasolinera Shell de la A35 en las afueras de Enschede, ciudad holandesa situada en la frontera con Alemania. Había demostrado no ser muy avispada con eso del autoestop, llegando a sumar, exactamente, cinco horas de espera antes de encontrar a alguien que fuera hacia Hamburgo. Tomasz se dirigía a Hannover, pero como la ruta desde Enschede a ambos países era igual hasta cierto punto, me dijo que no tenía ningún problema en llevarme hasta Osnabrück.
Por el camino me habló de su madre y de las sopas que acostumbran a comer en Polonia. Con mucha carne, nos gusta mucho la carne, me decía. No paró de hablar en ningún momento. Mientras le escuchaba, yo jugaba con los padrastros de mis dedos y me rascaba mis nudillos llenos de costras. No sé por qué siempre tengo heridas en los nudillos, es como si en lugar de manejar objetos, les diera puñetazos. Él no gesticulaba demasiado al hablar, cosa que agradecía siempre y cuando se encontrara al volante.
Nuestra dinámica de conversación había sido simple y fructífera: yo le hablaba de lo primero que me venía a la cabeza sobre Polonia y él aportaba su opinión. No le gustaban los hermanos Kaczynski y, por eso, aunque lamentaba la muerte de uno de ellos porque eso de que la gente se muera así de repente no le sienta bien a ninguna familia, le daba igual que fuera su presidente el que iba en ese avión. Él era católico, pero odiaba al papa y todas esas consignas que se pregonaban desde el gobierno. No conocía, para mi decepción, a Kapuscinski. Y Roman Polanski le parecía buen cineasta pero, desafortunadamente, un pervertido: ¡aprovecharse de una niña de 13 años! Eso está muy mal.
El otro día fui a ver una exposición sobre moralidad y había una sección dedicada a Polonia, con instalaciones de un tal Zbigniew Libera --en realidad pronuncié algo así como “signi laiber” y, a juzgar por su cara, mi acento polaco mezclado con el inglés no ayudó mucho a que reconociera al artista--. El caso –seguí-- es que el tío había creado un campo de concentración con piezas de Lego, ¡tenía incluso muñecos de nazis y judíos!
Eso de que recrearan campos de concentración no le hizo mucha gracia y optó por callar. Yo seguí hablando. Le conté, para cambiar de conversación y dar un aire de reproche que mitigara mi entusiasmo por el trabajo del tal Libera, que al final las instalaciones artísticas son todas de lo mismo, y eso, claro, cansa. Que si el capitalismo, que si el feminismo, que si los genocidios... y de ahí no salimos. ¿Qué mal está el arte, verdad?, pregunté con aire condescendiente.
Ahora todo eso se diluía. Nos encontrábamos en algún punto de la A35, entre Enschede y Osnabrück, dentro de un coche cuyo interior me resultaba mucho más incomprensible y turbador que el desconocido paisaje de fuera. Esperaba la respuesta de mi atracador, como una de esas víctimas del Síndrome de Estocolmo, como si tuviera cariño y cierta complicidad hacia esa persona que me había estado engañando todo el viaje. Hacer autoestop es muy seguro en Europa, no te preocupes, me había repetido insistentemente mi compañero de piso. Te la guardo, le dije a distancia, esta te la guardo. Era, para colmo, mi primera vez.
El silencio era muy incómodo. Se oía el zumbido del aire y las gotas de lluvia incipiente. Ninguno de los dos decía nada. Él era el atracador, él era quién debía tomar la iniciativa en ese momento, digo yo. Parecía como si también fuera su primera vez.
Miraba petrificada su mano en el freno de emergencia en lugar de salir pitando de allí. Yo, en realidad, todavía conservaba la ilusión de que todo eso fuera una broma y de que me iba a hablar de nuevo de los caldos de su madre. Las expectativas que me había creado de ese sistema de viaje eran tan altas que no estaba dispuesta a tirarlas por la borda así como así. Me vino a la mente una canción de la Mala Rodríguez, concretamente unos versos en los que decía
“la próxima vez iré con más cuidado, mamá
iré con gente”.
Será verdad, me dije, que en los momentos más viscerales es cuando sale la lengua madre y, con ella, la cultura popular madre: las letras de superhits que se han quedado ancladas en algún lugar de tu memoria y salen a relucir en los peores momentos. Estaba nerviosa y ya no lo podía ocultar. De tanto arrancarme los padrastros de los dedos, varios me empezaron a sangrar. Chupaba la sangre ruidosamente mientras él miraba al freno de mano inmóvil y con la cabeza agachada. Yo, por el contrario, le miraba a él mientras me iban viniendo a la cabeza canciones del verano de mi infancia cuyo ritmo seguía insultante e inconscientemente mi pie.
“Porque si juntamos
cachete con cachete,
pechito con pechito
y ombligo con ombligo,
así me animo a bailar contigo,
bailar contigo sí que es divertido:
bailamos cachete con cachete,
juntamos pechito con pechito,
movemos ombligo con ombligo...”.
Tenía que quitarme esas estúpidas canciones de la cabeza. Miré hacia otro lado. Fuera del coche. La luna. La luna de los locos, la luna llena. Yyeeese tooroe-namoraado de la luuuna, quea-bandooona por la nooche la manáaaa. Mierda. La situación era seria: empezaba a tener ganas de reir, mi cabeza bullía hilarante cuando lo único que recibían mis sentidos era un silencio torturador. Calma, Helena, calma. Que estás siendo atracada. Cuenta: uno, dos tres... un pasito pa'lante Maríiiiia; un, dos, tres, un pasito paaaa'tráaaaas...
No pude aguantar más. Solté una carcajada y en un segundo mi chiringuito mental y el frío mundo material entraron en contacto, con el consiguiente choque. La carcajada tuvo tanto eco, estaba tan fuera de lugar, que quise disfrazarla de carcajada nerviosa. En realidad, de repente me puse muy nerviosa.
¿Puedes decir algo, por favor? --grité tajante para, seguidamente, comenzar a hablar un inglés rápido y, seguramente, incomprensible--. No puedo con este silencio. Mira, yo hasta hace un momento creía que te conocía, pero ya no lo sé. Y no sé si vas a matarme o si vas a atracarme o qué, pero lo que sea, hazlo ya, igualmente si salgo fuera y te vas me voy a morir de frío. Estamos en pleno invierno en Alemania. Y encima llueve. Joder, si me hubieras pedido dinero te lo hubiera dado, hubiéramos hecho un trato o algo, yo me estaba muriendo del asco en esa gasolinera, sólo quería salir de allí y te hubiera pagado lo que me hubieses pedido. No había que ser muy listo para adivinarlo. Joder, joder. Hablando se entiende la gente, ¿sabes? No hubiera hecho falta derramar sangre inocen...
Entonces levantó la cabeza. Estaba llorando. Callé. Se aproximó a mí dirigiéndose a la guantera y sacó un paquete de pañuelos. Yo hice ademán de ayudarle para cerrarla. Siempre me reblandezco cuando veo a gente llorar. Me ofreció un pañuelo que evidentemente necesitaba para mis dedos sangrantes. Tras un minuto en el que se secó las lágrimas y se sonó los mocos, habló con total parsimonia.
Ahora me encuentro en Hannover, te escribo esto desde la casa de la madre de Tomasz. No hubiera sabido escribir su nombre si él no hubiera visto el intento en este email. Me pidió perdón, me dijo que no me merecía el trato que me había dado, que le dejara arreglarlo proporcionándome un sitio donde dormir. Me explicó que necesita dinero para comprar medicinas, que le han despedido y que no hubiera hecho ese viaje si no hubiese sido para visitar a su madre, que está muy enferma.
Me gusta confiar en la gente, así que decidí creerle por segunda vez y seguir con él el camino. Definitivamente es buena gente. Supongo que algo debió cruzarse dentro de él, la imagen de su madre por ejemplo, en el momento en que paró el coche y creyó que podría obtener un beneficio rápido y fácil sin mucho esfuerzo. Cuando nos sentimos acorralados a veces hacemos cosas de las que ni siquiera nos creíamos capaces. Las primeras víctimas, por supuesto, son los desconocidos. Es más fácil, supongo. Pero si se es buena gente, sólo hace falta tiempo para recapacitar. Por eso no creo en la pena de muerte, porque creo que las personas pueden cambiar.
Lo cierto es que su madre está muy enferma, se encuentra postrada en la cama por una enfermedad genérica muy rara de esas que afectan a menos de diez mil personas en todo el mundo. Su sistema inmunitario destruye los glóbulos rojos durante la noche, por lo que cada mañana se encuentra con una anemia de peludas antenas y patas largas más grande que la que acostaron el día anterior.
Por ser una enfermedad elitista y no popular, la medicina para curarla es carísima. Las compañías biotecnológicas la cobran al precio que les da la gana y, ya sabes, el mercado: no importa lo necesaria que sea, sino cuánto público tiene y cuánto dinero pueden ahorrar en su producción. La medicina que la madre de Tomasz necesita es, en concreto, la más cara del mundo. Se llama Soliris, la vende la farmacéutica Alexion y cuesta unos quinientos mil dólares al año, dinero que Tomasz ya no sabe de dónde sacar.
Mañana cogeré un autobús hacia Berlín, creo que paso del concierto de Hamburgo. Tengo ganas de verte, así que cuando llegue te llamo.
Te quiero.