Iba a contemplarla cada día, cuando el resplandor del crepúsculo derramaba sus luces sobre ella. Se le antojaba la más hermosa de todas. Podía sentir como le miraba desde su cimbreante altura. Incluso habría jurado que, a veces, le sonreía mientras el ocaso irisaba su belleza. Deseaba recorrer con sus manos aquella armonía de tonos marfileños, pero se encontraba tan elevada que le resultaba inalcanzable.
Le llegaba su fragancia con el aire del atardecer, destacaba de entre todos los aromas que surgían del jardín, incitando el deseo de sentir su delicado tacto y de sumergirse en una tierna caricia. Permanecía así, abandonado a su ensueño, hasta que la luna hacía desaparecer su reflejo, entre el ramaje del vergel.
Una mañana se levantó un viento implacable que comenzó a sacudir las ramas de los
árboles con un fuerte silbo de sierpes enfieradas.
Ella fue resistiendo sus embestidas, siempre erguida, hasta que vio que él aparecía por el sendero. Entonces acabó por sucumbir al empuje de la tempestad, y comenzó a caer. El jardinero tendió sus brazos para recogerla, antes de que la tierra llegase a mancillar su hermosura, mientras luchaba con el aire para conseguir darle alcance. En medio de la tormenta, la delicada magnolia, al caer, consiguió posarse en su regazo con los pétalos abiertos, abandonándose, por fin, a su merced. Allí exhaló su aroma más intenso, mientras palpitaba de dicha sobre su pecho. Aún ignoraba que, desgajada de la rama en la que había nacido, estaba entregándole su último hálito de vida. Y que su destino tan sólo era dejar un soplo de perfume y un efímero sueño, entre las manos de quien tanto la había amado…
Texto: María Sangüesa García