Revista Talentos
La más maravillosa de las maravillosas historias de amor (Capitulo 1)
Publicado el 20 octubre 2014 por Pablo Ferreiro @pablinferreiro
-No creo en el amor sin sexo.No perdón, perdón. No creo en el sexo sin amor. Eso, eso es lo que me dijo. Hace tanto que no recuerdo esa conversación que algunas cosas se me confunden. Hoy lo que en ese momento me daba vuelta el diafragma y no me dejaba respirar solo me produce una mueca que no llega a sonrisa y que se combina con unos ojos empañados. Creo que eso debe querer decir que la herida hizo cascarita. Por esto ya es hora de escribir la más maravillosa de las maravillosas historias de amor que un hombre del conurbano haya vivido: mi historia con Virginia.Como en todas las historias maravillosas hay que comenzar con un “había una vez”. No cambiaré el equilibrio del mundo ni alteraré las costumbres de los lectores y seguiré la tradición. Antes de comenzar, una advertencia: Hace diez años que no escribo nada. Sabrán perdonar algunos errores, y espero que sepan entender el porqué de tantos años sabáticos en lo que al escribir respecta, provocados por la perdida de la musa de quien les cuenta esto. Bueno aquí está el primer error, ya conté el final. Lo dejo igual, no tengo muchas hojas, la Olivetti está un poco trabada, si borro y empiezo otra vez tengo miedo de no escribirlo todo. Ustedes sigan leyendo como si nada y entren en la convención de que en este caso lo importante es el cómo y no descubrir el qué, como cuando millones vieron Titanic en el cine.Había una vez una piba bajita, su papá era banquero, nono, bancario eso era. La piba se llamaba Virginia. Yo me enteré que se llamaba Virginia cuando un sábado al mediodía ella fue a comprar el pan al quiosco (Kiosco perdón) del viejo Macías. Yo fui a comprar un paquete de Particulares y una aspirina. “Algo más Virginia” le dijo el viejo encorvado por los años. Ella movió la cabeza de un lado a otro y su pelo enrulado se le metió en la comisura de la boca. “Besos a la mami y al papi” dijo Macías que la conocía desde niña y no se daba cuenta que ella ya había cumplido 19 años. Ese fue el momento en que me enamoré de Virginia, por más que me gustaba desde que pasaba con su pantalón de gimnasia por la puerta de casa. Pero no era lo mismo, casi todas las vecinas me gustaban por el solo hecho de pasar por la puerta de mi casa. De ella y de sus rulos en la comisura de la boca me había enamorado. Es el momento en que te llama la atención y un signo de exclamación interfiere cual advertencia entre los pensamientos. Compré las cosas después de tartamudear al principio, el viejo me dió caramelos media hora con el vuelto.Yo? Hacía changas en la maderera de la ruta y en mis tiempos libres esbribía cosas para impresionar a las chicas. En realidad no era muy bueno, ni siquiera bueno, ehh, bueno los textos no eran míos sino de Benedetti, pero las chicas no lo sabían. Mi abuela, que vivía conmigo desde que mis padre fue a la cárcel por asesinar a mi madre en legítima defensa, tenía una biblioteca completísima. Me acuerdo que mi primer beso importante, más allá de esos que había dado en cuarto grado beneficiado por la botellita, fue cuando le dí a una chica del secundario “El diablo en la botella” de Stevenson pasado a mano en un cuaderno Gloria. Fue un beso de esos que te dejan baba hasta en el cachete pero aún así me marcó. La culpa fue de ella, yo había practicado mucho con el espejo y con la muñeca de mi hermanita.Corría el calor de enero, los niños jugaban al carnaval. Yo ayudaba a inflar bombuchas a mi hermanita Carmela. Apenas le cabían en la mano porque yo las dejaba como si fueran una berenjena. Algunas explotaban sin ser arrojadas por la propia presión de su su relleno. Carmela se reía igual con su vestidito todo mojado y su corte carré. El corte que le hacía juego con sus pocitos al lado de la boca, se lo hacía yo poniéndole una olla en la cabeza. Su sonrisa era más linda porque le faltaban 4 o 5 dientes, ella se los sacaba para que venga el Ratón Perez. A veces yo no podía salir con mis amigos por dejarle 5 pesitos abajo de la almohada. Carmela se levantaba al otro día y corría chueca a despertarme con la plata en una mano y su alcancía en la otra. Mirá Pablo lo que me trajo el ratón Perez, me decía arrastrando la zeta.Por este error el cuento se ha convertido en sólo apto para mayores de catorce años (hay algunos pajarones que hasta esa edad se sacan los dientes). Acabo de develar la identidad del Ratón Perez.Mejor no me desvío más y vuelvo a la mediatarde mientras llenábamos las bombuchas en la puerta de casa. Los niños de enfrente, los que vivían en la casa del portón verde tenían como blanco preferido a las chicas que iban a trabajar de pollera y camisa, yo por mi parte prefería las viejas. Carmela compartía ese gusto. Nos escondíamos detrás del cantero y cual catapulta lanzábamos el globo lleno de agua. Era el plan perfecto, alguna que otra vieja nos descubría cuando Carmela se reía agarrándose la panza y nos decía que iba a hablar con la abuela, que era un verguenza un chico grande como yo hiciera esas cosas , que la juventud estaba perdida (ella la había perdido hace tiempo) y quien sabe cuantas cosas más. Otros de los que participaban del carnaval eran los muchachos de la esquina, yo los conocía pero no me juntaba con ellos, no por más razón que el tiempo, ellos estaban día y noche montando guardia en la esquina de la casa abandonada con alguna bebida apoyada en el piso. No había un elenco estable sino que rotaban, bastaba que uno estuviera allí para que aquel conocido que pasa se siente un ratito. Ellos se tiraban bombuchas entre ellos, algunas las llenaban con meo y se la tiraban a unos de esos miembros del grupo que eran tomados para el cachetazo permanente. Esos a los que mandan a buscar la pelota cuando cae en un patio lleno de perros asesinos de tobillos. Me desvíe otra vez, la tarde caía. Las mojadas empezaban a molestar más porque se juntaban con el vientito que pasaba a través del campito. Ése que años después se convertiría en lo que hoy es una cadena multinacional de supermercados. Virginia venía caminando con su Walkman y una cartera estampada de flores que hacían juego con sus pecas. Se me abrieron los ojos como el dos de oro cuando ví al manquito, pibe que vivía en otro barrio pero se juntaba con los del portón verde, aprestándose a emboscar a la Vir. Era mi momento, corrí como enajenado a interceptar el envío del pequeño maleante. Aquí serviría que yo pusiera que el mundo se detuvo, que Carmelita gritó NOOO y demás convenciones cinematográficas. Si alguien filma este escrito puede tomarse esa licencia, se la permito. Pero la realidad fue bien distinta, el manco falló su tiro y yo en mi corrida me tropecé con una baldosa salida empujando a Virginia al piso y golpeándome fuerte la cabeza contra el palo de luz. Hago otro paréntesis: si algún director iluminado decide que yo en este momento entre en coma, despertará en las espectadoras una ternura que terminará por dejarme del lado de los buenos. Sin embargo lo que pasó fue otra cosa, me quedé tirado un ratito, Carmela vino corriendo con hielo metido dentro de una servilleta de papel y Virginia se rompió el vestidito de verano. Los niños cobardes se escondieron.Virginia se fue, puteándome enojada y juntando el vestido en la parte de la cola para que no se vea su bombachón (se veía igual). Yo volví a mi casa y me encerré en mi habitación. La abuela escuchaba un cassete de Billy Caffaro. Parecía que había perdido la oportunidad con Virginia, que en el primer intento había arruinado todo. Esa fue la primer noche que lloré por Virginia. Carmela escuchaba con el oído pegado a la puerta sin animarse a entrar, me dí cuenta cuando al otro día amaneció durmiendo en el piso alrededor de un charco de pis.