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La más maravillosa de las maravillosas historias de amor (capitulo 4)

Publicado el 24 octubre 2014 por Pablo Ferreiro @pablinferreiro

 La más maravillosa de las maravillosas historias de amor (capitulo 4)


La más maravillosa de las maravillosas historias de amor (capitulo 4)Un domingo con lluvia es glorioso para el que está enamorado.  No así para el niño que espera ir a la plaza a prenderse en un picado o para el padre que espera con un asado juntar a toda su familia. Así mismo todas las canciones suenan mejor para el enamorado, de alguna u otra manera están hablando de él y ella.  Mi tarde dulce de sábado, mi noche de sueños y esperanzas se había tranformado en un domingo lluvioso, musicalizado que me obligó a reflexionar y pensar en la estupidez que estaba planteando como solución a mi problema. Por más despreciable que fuera el mecánico (ya todo el barrio sabía sus maldades como el robo indiscriminado de nafta con mangueras) yo no tenía ningún derecho de ganarme a la Vir así. Debía hacerme hombre y hablar con ella, confesarle todo lo que me angustiaba, todo lo que la amaba, todo lo que sufría mi equívoco inicial. La lluvia sana y aclara.
“Y ahora me lo decís, Pablo. Me leí el capítulo tres y me entusiasmé, pensé que ibas a llevar adelante un plan malévolo que te permita quedarte con Virginia. Y en qué queda todo lo que dijiste de la levedad y el peso. Y Milán Kundera, que pasa con Kundera. Porque tiraste así la plata en el traje de indiecita para Carmela”.  Disculpas, el camino es el camino y el camino (triplica) de un enamorado está lleno de impulsos, depresiones, alegrías efímeras y decisiones sin sentido. Lo que más me duele es el dinero del traje de Carmela.
Esa noche de Domingo me decidí. “Mañana a la tarde voy a la casa”,  dije por mis adentros dándome una orden y un poquito reafirmando las dudas comunes. La llevaría a tomar un helado (si quiere) y le regalaría un pequeño relato que escribí durante esta semana (aunque no quiera). Así lo haría un verdadero hombre, así lo haría Hugh Grant.
El  Lunes en la maderera fue más largo que de costumbre, en primer lugar porque no había trabajo.  Miraba una y otra vez el reloj mientras realizaba la una y otra vez postergada limpieza del depósito con desgano.  Tenía la panza llena de rocas y casi no podía respirar.  Desde que me me había acostado la noche anterior estaba jugando el partido en mi cabeza. ¿Que le diría? ¿que me contestaría? ¿Me tiraría gas pimienta? ¿Estaría Matias? ¿Me besaría?. El viejo vino y me habló de algo, lo único que le entendí fue machimbre y me reí. “No te hagas el piola, la puta que te parió” dijo y se fue arrastrando los zapatos de suela de goma.  Como no le entendí, no lo hice y seguí con andar cansino juntando remitos y apilando placas hasta que se hicieron las seis. “¿Armaste las 20 placas de Machimbre para la Sra. Saturno?  Me dijo sin dejar de hacer cuentas con la calculadora. Sin darme vuelta largué un ”seee”. Mañana me iba a comer un sermón de la cultura del trabajo y la responsabilidad. No me importó, sólo pensaba en Virginia. 
Me bañé, me puse colonia PIBES y arranqué para su casa. No recuerdo nada del camino, sólo que transpiré mucho y que el pelo engelado hizo mezcla con la transpiración haciendo parecer que andaba con la cara encerada. Aplaudí en la puerta. Para mi sorpresa el que se asomó por la ventana fue Roberto, el bancario:
R - No quiero nada pibe.P- No vendo nada, vengo a ver a Virginia.R- Virginia no está.P- Ahhh, le puede dejar dicho que la vine a ver.R- Y quién sos vos.
Él sabía bien quien era yo. Hace un año había ido a comprar a la maderera y yo le mostré todas y cada una, se rió, me preguntó por mi viejo y que se yo. Amnesias que le agarran a los vecinos. Cuando le estaba por responder, un sonido de taconeo, estornudo y llanto me interrumpió. Era Virginia, tenía puesta una minifalda de jean que dejaba ver sus rodillas chuecas y una musculosa de la que escapaban los breteles de su corpiño.” ¿Que hacés vos acá?” me gritó mientras se secaba las lágrimas con la musculosa dejando el pupo a la vista. Dudé en qué contestar pero me salio un "que te pasó". Sus ojos se frenaron en los míos. Roberto abrió la puerta y la abrazó. Ella repetía una y otra vez “ese hijo de puta, es un hijo de puta”. Roberto la agarró y la llevó hacia adentro. La Vir se dió vuelta y mirándome con rabia me soltó un  ¿Y vos me podés decir que mierda hacés todavía  acá?. Estaba como tildado, un poco tartamudeando y tocándome la nariz le dije: “Te vine a traer esto que escribí, para disculparme. También a invitarte a tomar un helado y a decirte que te amo”
(El suspenso del cambio de párrafo simula los diez segundos en que Virginia  me miró con una cara que se cargaba odio). Ante mi confesión ella agarró el cuadernito con el cuento, lo rompió y me lo tiró por la cabeza. “Tomátelas pelotudo”. Dió un portazo. Roberto observó callado la escena del libro o por lo menos eso creo.
Me volví a mi casa llorando (segunda vez que lloro por Virginia, vayan contando). Esta vez no me encerré en mi cuarto como un adolescente. Esta vez me senté con la abuela a escuchar un disco de Carlos Di Sarli.
“Que bien se baila sobre la tierra firmeMañana al alba tenemos que zarparLa noche es larga, no quiero que estés tristeMuchacha, vamos.. no sé porque llorásDiré tu nombre cuando me encuentre lejosTendré un recuerdo para contarle al marLa noche es larga no quiero que estés triste.Muchacha, vamos..No se porqué lloras”
Desde ese momento no puedo escuchar ese tango sin que se me escape una lágrima. Esa noche comprendí la tristeza de esa muchacha que ve partir a su amor.  Antes de ir a dormir pasé a darle un beso a Carmela, que ese día había tenido 38.7° de fiebre.

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