El interesante catálogo de la exposición, de Publio López Mondéjar
Junto a fotografías del viejo Madrid, Azorín y Baroja, viejos y cansados, pasean en solitario, ofreciendo a la intemperie su rostro ya esculpido a cincel por el tiempo a la cámara de Nicholas Muller, en 1.950. Ese aire de inevitable conocimiento sobre el transcurso de la vida cuando es pensada les llega casi a la ropa, pesada como el invierno de la capital, y al paso corto e indeciso de los novelistas. De algún modo, marcan el tono sentimental de lo que el observador encontrará en la visita. El desencanto del 98 que irradia hasta hoy.
La melancolía, madre de la furia en ocasiones, es una forma de protesta en España. Suele acabar, como sostenía Földenyi, en un alejamiento del mundo. Tal vez por miedo al chispazo o porque no se dejan fuerzas al cuerpo cuando el alma se busca. Esas lamentaciones de Larra, el pesimismo de Unamuno o el bisturí de Ortega. En un país partido en pedazos, es extraño que no haya surgido la segunda generación del 14, o quizá todavía no la vemos. Tal vez el cientifismo, la racionalidad como método de análisis, son demasiado exigentes para estos tiempos líquidos.
Es lugar común, con todo. Las fotos antiguas tienen un poder magnético, que remite casi al olfato, a la química: un aire que no vemos ya. La popularización de la foto le ha hecho perder parte de su magia y ese encantamiento, como cinta continua, nos mueve por las salas, entre la curiosidad y esa melancolía por los tiempos en los que ser intelectual conservaba algo sagrado.
Hay mucho sobre lo que reflexionar en esta exposición. El tiempo de los fotógrafos, cuando la labor requería suciedad, tiempos de espera, soporte físico y una inevitable contextualización: cuando se hacían fotos por algún motivo, no porque estuviera la realidad ofreciéndose, obscena como es. El tiempo de las tertulias, casi como equipos de fútbol: yo voy con la de El gato negro, de Valle. El tiempo de las exequias multitudinarias, del luto oficial ante la muerte, por ejemplo, de Rubén Darío. El tiempo en que la sociedad escuchaba a sus escritores y filósofos, aunque fuera después de muertos (las palabras retumban, entonces, con mucha más fuerza).
Los ojos de Picasso han llegado a tener casi tanta fama como su obra. De manera que el paseo lo hago buscando si serán los ojos, como en las imágenes de Azorín y Baroja, lo que iguala en algo el oficio del escritor. Y en prácticamente todos los casos, la vida aparentemente tranquila del escritor se niega en el cansancio de la mirada, vieja desde que se agarra una pluma. El cansancio puede tener una traducción en lo aceptado, y nunca derrota sino entendimiento o una paz firmada a regañadientes. También puede mostrarse como derrota, sin embargo: lo que empieza como busto modelado y termina a golpes. Los párpados caen justo antes de que lo hagan los brazos.
Juan Ramón dux. Azorín, Baroja, Valle absorto, Galdós decidiendo. Unamuno agredido. La convicción de Pereda. Gómez de la Serna recuperando la tradición del bufón que acierta: “le quedaba en las gafas el recuerdo de las cosas vistas: era un fotógrafo.
Y así, con el tiempo tirándome de los faldones de la chaqueta, los zapatos viejos como los de la mayoría de los fotografiados (la bohemia parece el hilo conductor, finalmente) negándose a salir, abandono el blanco y negro y salgo a la luz de la calle Alcalá, donde todo indica que, an alguna de sus buhardillas, un escritor remienda sus mitones dispuesto a dejarse la mirada a base de horadar la superficie de lo que vemos. Si por allí aparece un fotógrafo, sea.
- EL ROSTRO DE LAS LETRAS. Escritores y fotógrafos en España desde el Romanticismo hasta la Generación de 1914. Del 25 de septiembre al 11 enero 2015. Sala Alcalá 31.