Cuando escribo, hay ocasiones en que me dejo llevar por la fragilidad de un recuerdo lejano, por la rotundidad de uno recién instalado en la conciencia o por la imaginación de quien observa eternamente para llenar la vida de letras.
Y así, tras ese proceso, escribo al fin y lanzo las palabras al viento para que las recoja cualquier lector.
En ocasiones, sucede que ese lector se pone en contacto conmigo y me transmite lo que sintió o lo que interpretó que quería decir. Muchas veces no es lo que yo sentía al escribir aquello, lo que me hizo escribirlo o, ni siquiera lo que yo deseaba contar.
Y así, gracias a muchos de ellos, he llegado a entender que las letras son la esencia misma de la magia, con mil caras y aristas, que se metamorfosean cuando tocan el corazón y la cabeza del lector, que hasta lo hacen cuando el propio escritor las vuelve a leer, pasados los años. Son como espejos trucados, que devuelven la imagen de cada uno de nosotros, cada día diferente, y a veces de otro a quien no reconocemos.