La Mochila Torcida (3º) Esencia de camino
La primera noche de albergue…«cómo pasa el tiempo… ¡va a ser verdad que todo pasa y todo llega!»
De cualquier manera ya no había manera de recular sin que se notara mi falta de confianza.
Me dejé dormir pensando en si merecería la pena andar tantísimo en busca de algo.
« ¿En busca de qué? ¿Y por qué se hace el Camino?, ¿Y para qué me va a servir?…seguramente ni para perder peso. O puede que esto simplemente sea el sucedáneo de esas grandes aventuras de la gente que no acostumbramos a correrlas… ¡madre de Dios, tantas ganas y ahora tantos miedos y tantas preguntas, y tantas incertidumbres!»
Cuando sonó el despertador del móvil saltamos al primer toque. Con la luz de una linterna buscamos las botas. A oscuras enrollamos los sacos, recogimos nuestras cosas y salimos fuera de la habitación. Me sorprendió nuestra rapidez. Parecía que lleváramos toda la vida haciéndolo. Casi me desmayo del susto cuando me fijé en el reloj. Las cinco y media. Una locura, pensé que seríamos los únicos que a esas intempestivas horas andábamos en pie. M es precipitado. Le gusta tomarse su tiempo, ir sin prisas, y sobre todo, asegurarse un colchón para el final de la etapa que estábamos a punto de emprender…pero aún así me parecía que era innecesario madrugar de esa manera. Consideré que lo suyo con la hora había sido cosa de un capricho sin fundamento.
-Esto es exagerado… ¡no hay necesidad! –Me quejé a la primera oportunidad-
-Agosto, Camino ¿Y dices que no hay necesidad? –Siseó de mala gana mientras bajábamos las escaleras-
Moví la cabeza negándolo –No hay necesidad… seguro que no. Hoy pasa pero mañana nos levantamos muchísimo más tarde- Pero ya en los baños tuve que reconocer que quizá no era tan descabellado codearnos con los gallos de tú a tú. Había gente. No es que fuesen multitud pero más de una docena andaba enfrascada en los devenires propios de las zonas comunes. Las más comunes a esas horas: baños y comedor.
Mochilas por todas partes. Mesas vacías. Mesas ocupadas… «¡Por lo visto la vida peregrina empezaba temprano!»
En la puerta del comedor me quedé de piedra. ¡Cómo era posible que tantísima gente fuese de la misma opinión que M! Había quien ya estaba terminando el desayuno, había quien conversaba tranquilamente alrededor de un zumo, y quien ya se ajustaba las correas de la mochila… ¡la verdad, no daba crédito…que ganas de madrugar tenía el personal!
En fin, que como era temprano…ni sé el tiempo que perdimos desayunando…ni sé cuantas veces subimos al baño, ni las que nos pusimos y ajustamos las mochilas para volver a quitárnoslas y depositarlas de nuevo en el suelo para buscar no sé qué cosa que estaba en el fondo sin fin del macuto. Sólo sé que era de noche cuando entramos en el comedor, ya aseados y listos para tomar cualquier cosa y empezar la jornada, y cuando por fin cruzamos el umbral para mirar el cielo, en ese gesto tan humano de buscar en las nubes el futuro de un incierto día del que lo único que teníamos seguro es que arrancaría andando, el color ya tenía ese añil tempranero y fresco de un amanecer que abiertamente clareaba.
Hacía años que no veía abrirse el día sin que los edificios de la ciudad se zamparan las mejores vistas. Hacía años que no escuchaba el trinar de los pájaros despertándose, aunque aún me faltaban unos largos minutos para quedar verdaderamente subyugada por todos esos sonidos naturales; pero ya en el pueblo, aún antes de salir a pleno campo pude darme cuenta de que madrugar tenía su encanto, especialmente cuando las campanas de la catedral sonaban casi al compás de nuestros bastones golpeando el suelo. El fresco de la madrugada también era agradable. Pensé que seguramente antes de terminar la jornada, lo evocaría «si pudiera guardarlo en la mochila…»
Era uno de esos pensamientos que te asaltan en los quince minutos tontos que algunos tenemos al día. Lo pensaría. Seguro que lo haría, es una maldita costumbre, a veces incluso bastante recurrente pero, yo suelo llevarla al extremo, especialmente cuando haciendo alguna ruta senderista sientes que el calor te aploma tanto que hasta la tensión se te baja por los suelos, y es precisamente entonces cuando empiezo con las tonterías de: daría cualquier cosa por un minuto de frío; y cuando estoy en medio de él, aunque su belleza sea la nívea postal de Formigal salpicada de coloridos trajes con rellenos de plumas, me digo que daría medio segundo de vida –y puede que hasta uno entero- por un soplo de calor sahariano. Aunque luego miras los paisajes y dices: ¡que puñetas, cada cosa lo suyo!
«Hay que valer para un roto y para un descosio. Aguantar el calor, soportar el frío y bajo ninguna circunstancia ser (o parecer) una “aguanieves melindrosa” que según mi madre es ese tipo de gente apocada que se achanta ante cualquier nadería a la primera ocasión (tenía claro que en ningún momento iba a ser mi caso)»
Sonaban campanas, y entre tañidos, también bastones. Los nuestros y otros que nos pisaban los talones; y otros que iban muy por delante, tanto que sólo los escuchábamos restallando en el silencio de esas horas que ya no me parecían tan intempestivas…tac, tac tac…todavía no sabía que ese –entre otros- iba a ser banda sonora del Camino…
- María Penís