La Mochila Torcida (4º) Los Primeros Pasos
No es nada si al día siguiente te puedes quedar en casa, o en su defecto, en el albergue; o moverte en coche, o levantarte a las ocho, o sencillamente darte una pequeña caminata de cinco o seis miserables kilómetros…pero en el Camino eso no existe. Si lo haces de verdad, si de verdad se va hacer sin trampas ni cartón, al día siguiente hay que volver a madrugar y andar con la incertidumbre de si tendrás o no un colchón donde espatarrarse a pierna suelta… (ya, ya sé que no suena muy allá pero es así. Sin florituras literarias)
Cuando uno llega al albergue de turno y el asunto de andar se da por concluido, no te sientas finamente sobre la cama, ni te deslizas como una delicada aguanieves. Directamente te tiras, te desplomas, te dejas caer de cualquier manera con la sutileza de un elefante… ¡y si el vecino, (algunos días para mi, sólo el puñetero bulto) que está al lado te mira raro, pues…eso, te encoges de hombros y que mire, y si quiere y le quedan fuerzas para darle al coco, pues que piense que eres una tía basta…que a mi me la refanfinfla!
El Camino es presente y futuro; y si te da por ponerte filosófico, también es pasado…a fin de cuentas estás viviendo y moviéndote como antaño. Como en tiempos de Maricastaña. Andar da para ratos melancólicos, ratos de fe ciega, de poner los ojos en blanco y decirte por centésima o millonésima vez que qué puñetas pintas en todo esto; y al final de tanto mareo de perdiz, normalmente se suele terminar alegrándose por esa extraña e incomprensible decisión que un día se tomó, aunque el desencadenante hubiese sido extrínseco e inducido por cualquier cercano o remoto agente del aire. El que fuere que ese día en ese preciso instante te hubiese golpeado directamente en el alma o en la cabeza. ¡Que más da!: una serie de televisión, un anuncio de aventuras, un cura hablando de espiritualidad, de conocerse a si mismo…o una imperante necesidad física de descansar reventándote mientras andas, hablas y cavilas…
El tañer de unas campanas, el sonido de nuestros bastones, el de otros que iban por delante, el de algunos cercanos que probablemente estarían a punto de doblar la esquina que acabábamos de dejar atrás hacía tan sólo unos minutos; los vecinos del pueblo más madrugadores yendo al trabajo, (tan acostumbrados y curados de espanto que no te regalaban ni una mirada de curiosidad) las pocas cafeterías abiertas que íbamos pasando salpicadas todas ellas de mochilas apoyadas en cualquier sitio capaz de sostenerlas, compartiendo espacio con los parroquianos del primer café…
El murmullo sordo de voces dispersas intentando no molestar a la gente que todavía dormían…y todo, todo bajo el fresco de una madrugada que poco a poco se abría dejando paso a un cielo claro. Tuve la sensación de que el fresco olía a aquellas madrugadas de huertas de pueblo, de aquellos alegres escarceos infantiles con los amaneceres que mucho tenían que ver con un generoso abuelo aceptándote a regañadientes en su trajín diario camino de la lejana huerta, a la que sólo se podía llegar a lomos de un buen burro. Crujiendo el pobre contigo y con tus preguntas, tus ilusiones y tus infinitos “¿eso que es, abuelo?” «¡Vaya y vaya con el Camino…empezamos bonito –me dije-»
Ya en esos primeros pasos M caminaba un pelín adelantado. Y yo detrás, como si mis piernas se negasen a llevar su ritmo.
-Llevas la mochila torcida –le comenté apenas salimos del pueblo con los primeros rayos de sol dando de lleno sobre ella-
-Ya, ya la colocaré cuando paremos…será cosa del peso, que no está bien equilibrado
Recuerdo una carretera larga. Ni un coche a la vista, ni siquiera en la lejanía. Pensé que sería porque era una comarcal con poco tráfico. No lo sé. Yo en cuestiones de mapas y cuadernos de bitácoras no ando muy puesta…
De pronto M, con su mochila torcida, se metió en un camino. Cuando le pregunté si estaba seguro de que a Santiago se iba por allí, él a su vez me preguntó que si es que no había visto la vieira…
La vieira dice…
Pero a pesar de lo corriente del camino ocre, de las piedras y la hierba tan poco significativas, o los sembrados que nos escoltaban por todos los lados, esa mañana, cuando sólo llevábamos tres o cuatro kilómetros andados, supe que seguramente nunca en mi vida volvería a darse el caso de desplazarme con una mochila a cuestas durante doscientos cincuenta y cinco kilómetros andando por caminos con un montón de horas por delante para mirar, viendo de verdad. Empapándome detenidamente de todo lo que veía para fijarlo con Super Glue en mi desentrenada retina… ¡a lo mejor sólo por eso ya merecía la pena el asunto en el que acababa de embarcarme…! A lo mejor…
- María Penís