La Mochila Torcida (4º)

Publicado el 23 diciembre 2012 por Siguelashuellas

La Mochila Torcida (4º)   Los Primeros Pasos

Que veintidós kilómetros no es nada… ¡ja, me río de los valientes!

No es nada si al día siguiente te puedes quedar en casa, o en su defecto, en el albergue; o moverte en coche, o levantarte a las ocho, o sencillamente darte una pequeña caminata de cinco o seis miserables kilómetros…pero en el Camino eso no existe. Si lo haces de verdad, si de verdad se va hacer sin trampas ni cartón, al día siguiente hay que volver a madrugar y andar con la incertidumbre de si tendrás o no un colchón donde espatarrarse a pierna suelta… (ya, ya sé que no suena muy allá pero es así. Sin florituras literarias)

Cuando uno llega al albergue de turno y el asunto de andar se da por concluido, no te sientas finamente sobre la cama, ni te deslizas como una delicada aguanieves. Directamente te tiras, te desplomas, te dejas caer de cualquier manera con la sutileza de un elefante… ¡y si el vecino, (algunos días para mi, sólo el puñetero bulto) que está al lado te mira raro, pues…eso, te encoges de hombros y que mire, y si quiere y le quedan fuerzas para darle al coco, pues que piense que eres una tía basta…que a mi me la refanfinfla!

El Camino es presente y futuro; y si te da por ponerte filosófico, también es pasado…a fin de cuentas estás viviendo y moviéndote como antaño. Como en tiempos de Maricastaña. Andar da para ratos melancólicos, ratos de fe ciega, de poner los ojos en blanco y decirte por centésima o millonésima vez que qué puñetas pintas en todo esto; y al final de tanto mareo de perdiz, normalmente se suele terminar alegrándose por esa extraña e incomprensible decisión que un día se tomó, aunque el desencadenante hubiese sido extrínseco e inducido por cualquier cercano o remoto agente del aire. El que fuere que ese día en ese preciso instante te hubiese golpeado directamente en el alma o en la cabeza. ¡Que más da!: una serie de televisión, un anuncio de aventuras, un cura hablando de espiritualidad, de conocerse a si mismo…o una imperante necesidad física de descansar reventándote mientras andas, hablas y cavilas…

Muchas cosas, si; unas que te hacen pensar que has tomado una buena decisión y otras que te hacen replantearte si a lo largo del día, del que sea, alguna vez piensas con la cabeza. Pero a pesar de todo ese bagaje de vueltas de tuerca, tengo que reconocer que apenas di mi primer paso con la mochila a cuestas empecé a mirar a mí alrededor de otro modo; y es que el cambio de vida, aunque sólo sea por una semana, es tan radical que terminas aceptando que el deporte mental es tan necesario como el físico « no recuerdo haber pensado tanto en todo como en aquellos días…»

El tañer de unas campanas, el sonido de nuestros bastones, el de otros que iban por delante, el de algunos cercanos que probablemente estarían a punto de doblar la esquina que acabábamos de dejar atrás hacía tan sólo unos minutos; los vecinos del pueblo más madrugadores yendo al trabajo, (tan acostumbrados y curados de espanto que no te regalaban ni una mirada de curiosidad) las pocas cafeterías abiertas que íbamos pasando salpicadas todas ellas de mochilas apoyadas en cualquier sitio capaz de sostenerlas, compartiendo espacio con los parroquianos del primer café…
El murmullo sordo de voces dispersas intentando no molestar a la gente que todavía dormían…y todo, todo bajo el fresco de una madrugada que poco a poco se abría dejando paso a un cielo claro. Tuve la sensación de que el fresco olía a aquellas madrugadas de huertas de pueblo, de aquellos alegres escarceos infantiles con los amaneceres que mucho tenían que ver con un generoso abuelo aceptándote a regañadientes en su trajín diario camino de la lejana huerta, a la que sólo se podía llegar a lomos de un buen burro. Crujiendo el pobre contigo y con tus preguntas, tus ilusiones y tus infinitos “¿eso que es, abuelo?” «¡Vaya y vaya con el Camino…empezamos bonito –me dije-»

Ya en esos primeros pasos M caminaba un pelín adelantado. Y yo detrás, como si mis piernas se negasen a llevar su ritmo.

-Llevas la mochila torcida –le comenté apenas salimos del pueblo con los primeros rayos de sol dando de lleno sobre ella-

-Ya, ya la colocaré cuando paremos…será cosa del peso, que no está bien equilibrado

Recuerdo una carretera larga. Ni un coche a la vista, ni siquiera en la lejanía. Pensé que sería porque era una comarcal con poco tráfico. No lo sé. Yo en cuestiones de mapas y cuadernos de bitácoras no ando muy puesta…

De pronto M, con su mochila torcida, se metió en un camino. Cuando le pregunté si estaba seguro de que a Santiago se iba por allí, él a su vez me preguntó que si es que no había visto la vieira…

La vieira dice…

Yo caminaba silenciosa dos pasos por detrás. Llevaba los cinco sentidos puestos en el ayer. En sensaciones más sensibles. Más susceptibles. La verdad es que esa mañana no vi la vieira, ni esa ni otras muchas que estaban por venir. Incluso días después, cuando ya me había convertido en una experta en soportar calor, fresco y madrugones, las vieiras seguían invisibles para mí. Acostumbraba a andar enfrascada en el perfume de la tierra mojada. Y aquel primer madrugón ya apuntaba maneras: iba pendiente de lo poco vistoso que era el largo camino de tierra por el que acabábamos de adentrarnos: ocre, largo, ancho y corriente; y pendiente de la mochila de M, tan torcida que parecía una garrapata gigante y deforme agarrada a su espalda, y de los pájaros volando por encima de nuestras cabeza bajo un sol que a esa hora ya amenazaba con un Camino de Santiago que habría que currárselo a conciencia…la cosa no era una tontería de ocios deportivos o espirituales…¡ni mucho menos!

Pero a pesar de lo corriente del camino ocre, de las piedras y la hierba tan poco significativas, o los sembrados que nos escoltaban por todos los lados, esa mañana, cuando sólo llevábamos tres o cuatro kilómetros andados, supe que seguramente nunca en mi vida volvería a darse el caso de desplazarme con una mochila a cuestas durante doscientos cincuenta y cinco kilómetros andando por caminos con un montón de horas por delante para mirar, viendo de verdad. Empapándome detenidamente de todo lo que veía para fijarlo con Super Glue en mi desentrenada retina… ¡a lo mejor sólo por eso ya merecía la pena el asunto en el que acababa de embarcarme…! A lo mejor…

  • María Penís