La Mochila Torcida (5º) El Dorado
Sólo cuando nos sentábamos a descansar un rato conseguía valorar lo que me rodeaba. Y si, era increíble estar tan cerca de la naturaleza, sentirla desperezarse a primeras horas de la mañana, ver cómo el rocío caía lentamente de los árboles… ¡que si, que si! –Admitía a duras penas- mucha belleza rodeándonos pero también mucho paisaje terroso, con poco o ningún atractivo. «A fin de cuentas mi infancia la he pasado en un pueblo y ver un burro o unas cuantas gallinas en mitad de una vereda tampoco era para poner los pelos de punta. Allí, en mi pueblo, la naturaleza, con sus claros y oscuros la teníamos tan a la vuelta de la esquina que a estas alturas de mi vida mucho me temía que habría días que impresionarme no sería fácil…»
La cuestión es que estaba crítica y confieso que en esa primera etapa no conseguí quedar atrapada por ningún canto de sirenas. También podía ser que el cansancio no me dejase ver más allá de mis narices. Mis cinco sentidos estaban en el reloj… ¿Cuántas horas llevamos andando? ¿Cuánto crees que faltará para llegar? Y todo esto mirando el cielo, tan limpio que las nubes parecían haber sido aspiradas por ese mayordomo de la tele que siempre anda pasando algodones por cualquier superficie sospechosa de no estar impoluta. Ni una esperanzadora nube tras la que el sol pudiera esconderse un rato. Se me ocurrió pensar en frío, heladas, niebla, nieve, y yo deslizándome en unos esquís por la tierra caqui, reconvertida, según avanzaba, en nieve. Pero lo del poder de la mente no conseguía afinarlo…el sudor pegajoso debajo de mi mochila se adhería a la espalda como una segunda piel, y en una de esas escasas parada que M tuvo a bien concederme, me quité las botas para ver si mis pies habían mutado. La verdad es que me sorprendió muchísimo ver que seguía teniendo cinco dedos en cada uno de ellos, con sus uñas y todo…en fin, nunca en mis sueños de caminos pude imaginar, ni por un solo momento, que andar con nueve kilos encima pudiese doler tantísimo, y que el sol de veintidós kilómetros tuviese el poder de dar dentelladas de perro rabioso.
-En cuanto me duche voy a mirarla detenidamente, a ver qué puñetas le pasa
Lo dijo ese día, y el siguiente, y el otro y el otro…y la realidad fue que el pobre llegó a Santiago con la garrapata borracha dando tumbos, aunque ni un solo día perdió la esperanza de poder recomponerla.
El albergue de Rabanal quizá fue la primera gran alegría del Camino. Allí por fin me imbuí del misterioso y famoso, y agradecido, y esperado y ansiado espíritu peregrino del que tantas veces había oído hablar.
-¡Que tempranito llegáis…corred a las duchas ahora que no tenéis que hacer cola! –Nos dijo antes de sellarnos las credenciales-
El paraíso, ni más ni menos. Entre las piedras del patio el sol ya no mordía, y los dedos de mis pies de repente se desentumecieron. Aún antes de la ducha el cansancio tan terrible que acarreaba a la espalda cual losa de pesado granito, al cruzar la puerta pareció esfumarse por arte de magia. En ese instante me di cuenta de que tenía que aprender a dominar la mente, diría que a domarla…quizá –pensé- el cansancio no es tanto físico como mental. Entendí que no podía andar pensando en los kilómetros que aún tenía por delante, en los que iba quedando atrás, en los dientes afilados del sol, en si sudaba a mares, en levantar los brazos a cada pocos metros olisqueándome el sobaquillo…«¡que le den…si huelo ya me ducharé, si me canso ya descansaré, y si quedan doscientos kilómetros por delante…disfrútalos, que seguramente nunca jamás volverás a vivir y a sentir nada parecido!»
En Rabanal medité. Por primera vez medité muchísimo, pensé un poco en todo, mucho en todo, y empecé a entender el Camino. Sólo empecé a entenderlo. A dejar la impaciencia para el mundo real, a desechar y mantener en reposo las agujas del reloj…«¡aunque eso sólo hasta cierto punto porque el asunto de asegurarse camas no dejaba que la poesía echase anclas por mucho tiempo!»
- María Penís