La Mochila Torcida (6ª)

Publicado el 16 enero 2013 por Siguelashuellas

La Mochila Torcida (6ª)   La Gente-La Esencia

Primero fue a cuentagotas: dos despistadillos con cara de cansados, una aventurera solitaria con pocas ganas de hablar; quince minutos después un pequeño grupo de tres o cuatro con las caras coloras como bejines –como un bejino, que diría mi madre-…la cosa se fue animando y poco a poco el hermoso patio cobró vida. Se llenó de humanidad. Y mientras se llenaba, nosotros, madrugadores de los de a quien madruga Dios ayuda ya habíamos lavado las ropas y el cuerpo, y habíamos colocado las botas en un rincón del patio, en  un basto zapatero. Una norma de obligado cumplimiento. Mirases donde mirase todo estaba limpio, todo olía a limpio…«seguramente Isabel, la hospitalera, era fiel a lo de la mujer de César no sólo debe ser honrada, además debe parecerlo» y el alberque era lo que parecía, un agradable lugar de descanso. El rincón de las botas crecía de manera alarmante. Cuando ya no cupieron en las baldas empezaron a amontonarse por los alrededores, y yo, que todavía no me había desecho de esa mala baba que de vez en cuando nos salpica en la vida diaria, me dio por pensar que cualquiera podría agarrar las mejores y llevárselas por la cara. O confundirse… ¡qué sé yo!

Los alberques tienen eso, poca intimidad y ni medio metro cuadrado en propiedad. El cachito de tú colchón y poco más. La invasión de espacios era el pan nuestro de cada día y acostumbrarse a eso… ¡pues hombre, hay que procesarlo poquito a poco!

Me senté a leer en un sitio privilegiado del patio, que para eso habíamos llegados los primeros, y más que mirar las letras, que no sé por qué no conseguía atinar con sus sentido, me dediqué a leer las caras de los que iban llegando: cansados, polvorientos, tímidos, mundanos, acostumbrados al sol, descansados…de todo, como en botica. Me fijé en un muchacho que apenas cruzó las puertas se sentó en el suelo, o quizá se dejó caer…y allí mismo se quitó las botas ¡menudo agujero en una suela!  El muchacho movió la cabeza negando la evidencia, después se miró las plantas de los pies. Estaba claro que ese pobre, entre las ampollas y el agujero tendría que olvidarse de Santiago…lo vi flojillo «este termina aquí -pensé» pero, horas más tarde, Isabel le curó las ampollas. A él y a mucha más gente. La mujer se sentó en una banqueta baja en el medio del patio con agujas, desinfectante, guantes, mucha paciencia, una gran sonrisa y muchas historias para entretener, y aquel muchacho, que más tarde supe que también se llamaba Manolo, como M, no solo se envalentonó con los ánimos que le dio la hospitalera, además salió de allí con unas botas usadas pero todavía en un estado aceptable, que ella le regaló. Alguna vez, algún peregrino con la cartera más llena las dejó allí por si acaso… ¡y cómo le vinieron a Manolo el de Madrid!

Uno de los que más me llamó la atención cuando cruzó la puerta fue un hombre mayor cargado de cachivaches colgando de la mochila: dos pares de botas de repuesto, otra bota balanceándose con cada paso, pero esta de vino; una taza de porcelana y algún que otro innecesario objeto sin sentido junto con la calabaza peregrina y la obligada vieira de los que pocos detalles puedo dar porque a esas alturas ya solo tenía ojos para su estrafalario físico. Llevaba un sombrero de cowboy con tanta mierda pegada que el color era impreciso, pienso que alguna vez, en tiempos remotos, quizá fue beiges claro o blanco roto. Llevaba un pantalón por encima de las rodillas, y las piernas, peludas, delgadas y fibrosas parecían un antiguo dibujo de esos de color teja que servían para estudiar los músculos del cuerpo humano. Llevaba también, como cualquier buen giri, sandalias con calcetines, y llevaba muchas ganas de hablar. Solo hacía falta mirarlo para que se sentara a tu lado y se pusiera a contar…era francés, tenía setenta y tantos años largos, muy largos…y se moría por el vino. Era capaz de andar más de cuarenta kilómetros en un día, era capaz de desviarse diez o doce si se enteraba que en tal sitio vendían vino del bueno, del que merecía la pena…y era capaz de saborear la vida a cada momento. El momento. Eso es lo único que importa –repetía con su acento marcadamente francés para que nos quedara claro –

Ese día descanse, pensé, hablé y conocí a mucha gente interesante. Ese día por fin dejé de sentirme fuera de casa, dejé de ser gallo en corral ajeno y por fin me quedó claro que la esencia del Camino es la que esparce la gente por él…
Manolo, el de las botas rotas, se había ido a peregrinar con el dinero justo, justito. A René no sé si le sobraba o no, era un enigma lleno de vida, misterios, buenas frases y mejores intenciones…después llegaron más: el Obispo, la Canadiense, el Vasco…y todos hablamos, y todos nos preguntamos la frase más repetida del Camino ¿Y tú, de dónde vienes, dónde has empezado, de dónde has salido…? El inicio de un buen rato de conversación.

El primer día me pregunté: ¿qué se busca en el Camino, para qué se hace…? Pues a media tarde de ese día me contesté que seguramente para encontrar gente como René, gente que te enseñe que no es tan difícil vivir el momento. Solo eso, el momento…después Dios dirá.

Ese día fui a misa. Fue Isabel quien nos lo recomendó. A las siete de la tarde y después de llevar medio día hablando, leyendo, cavilando, descansando y perdiendo el tiempo, aquel pequeño grupo que por empatía, o por casualidad o por esos caprichos del andar terminamos creyéndonos amigos de años, pensamos que sería un buen motivo para salir juntos y prolongar uno de los momentos de René. Hubo cantos gregorianos, hubo una iglesia pequeña en la que el paso del tiempo podía palparse en los desconchones de las paredes, en la escasez de luz, en los bancos renegridos, en el sueño y las esperanzas de peregrinos de otros siglos. Y posiblemente alguno de ellos tatuó a golpe de navaja las iniciales que lucían algunos bancos, iniciales de ayer, ya tan lejanas que podría decirse que los que las hicieron pertenecían a otros mundos…

Nunca sabré si René era o no era de misas, pero al igual que el resto del grupo se conmovió con los cantos gregorianos bajo la tenue luz de aquellas paredes del siglo XII, y doy por seguro que supo que algún día todos los que hicimos piña alrededor del Albergue del Pilar, en algún momento, uno de aquellos momentos que él tan bien sabía valorar, lo recordaríamos con especial cariño.

Al día siguiente, cuando al amanecer M y yo comenzamos la continuación de aquella pequeña aventura y todos los conocidos nos habíamos despedido, lo hice con el convencimiento de que a René no volvería a encontrarlo jamás, pero por fortuna me equivoqué…

  • María Penís