Revista Diario

La montaña

Publicado el 07 octubre 2010 por Blopas

Esta es una anécdota en partes: la 4a en la saga de la Señora W. y también la 15a en la saga del Dr. Kovayashi.

De pasillos y de cardos | Continuará…

Diáfano y caliente era el aire del arenal. El viento del norte sorteaba hábilmente los arbustos del matorral, y arriba, sobre la cima de la montaña, Daibushi y su aura verdosa flotaban como una luna llena en pleno día. Los únicos humanos a la vista eran Rómulo y W., quienes habían decidido aceptar el riesgo de atravesar el desierto con el sol en el cenit y sin agua. No desconocían las consecuencias de la deshidratación o la insolación, por lo que esperar la tarde bajo el fresco de alguna sombra habría sido lo correcto, incluso hasta habrían podido obtener algo de agua de alguna raíz carnosa. Pero al ver a Daibushi en el cielo, una desmedida ansiedad por hablar con ese hombre santo los había empujado a andar. Rojos, los hombros de W. estaban próximos a despellejarse, su cabeza hervía y, al igual que Rómulo, sentía que las venas de sus sienes latían demasiado aprisa.

_ “Con el transcurso de los milenios, los dominios de la magia se fueron volviendo más permeables a las leyes físicas del mundo sensorial”, dijo Daibushi a su fiel ayudante. “Y si no lo crees, Antiguo Cardo, asómate y mira lo que está a punto de ocurrir.” El Maestro hizo un ademán con su barbilla, y El que era el Cardo de Flores se echó panza a abajo al borde del risco, dejando que sólo su cabeza desafiara al precipicio. Cientos de metros más abajo, adheridos como geckos a la ladera rocosa, el contrahecho identificó a la pareja que trabajosamente escalaba hacia la cima.

_ “¡Son mis amigos… y vienen a hablar con usted, Maestro!”, gritó con entusiasmo El que era el Cardo de Flores, a lo que Daibushi respondió con una mueca que bien podía significar alegría o consternación. Rómulo iba primero, marcándole a su esposa las mejores salientes para afirmarse. El ascenso había ido bien hasta que la piedra sobre la que él acababa de apoyarse se desprendió de la pared como un perejil de entre los dientes. Rómulo cayó de espaldas al vacío y quedó tendido abajo en una amplia mesa de piedra, de cara al cielo. La Señora W. desesperó, gritó y lloró, pero al darlo por muerto resolvió continuar, casi al límite de sus fuerzas, su ascenso hacia Daibushi. Nada había por hacer, y nada la detendría.

Pero Rómulo estaba vivo. Con paciencia y no sin espanto, sorprendido de apenas haber sentido el golpe tras la caída verificó una por una sus extremidades y articulaciones, tensó y aflojó los músculos, movió la cabeza y las manos, parpadeó, miró el cielo celeste, escuchó el viento en sus orejas y tanteó alrededor de sí en busca de un charco de sangre que nunca existió. Era imposible, pero cierto: debía estar muerto pero gozaba de tanta vida como antes de comenzar la escalada. Recién en ese momento se acordó de mirar a W. y sintió pena. Sin embargo, no se movería de allí, se haría el muerto para no tener que emprender la subida nuevamente.

_ “¿Has visto lo que yo, Antiguo Cardo?”, preguntó el omnisciente Daibushi, que había tomado como una ofensa personal la miserable actitud de Rómulo. Estaba muy enfadado, probablemente desilusionado, y después de todo tenía razón: Micaela ya les había advertido que debían proceder con corrección. Por lo tanto, El que era el Cardo de Flores no se atrevió a responder; simplemente aceptó que su Maestro se transformara en viento. Nada quedó de él ni de su aura verdosa. ¿Adónde habría ido? Esa era una información que estaba vedada al entendimiento de un contrahecho como él.

La Señora W. no tardó en asomar del precipicio y subir a la cima, donde fue recibida con aplausos y piruetas por El que era el Cardo de Flores.

_ “¿¿Dónde está Alberto P.??”, preguntó alarmada.

_ “Daibushi…”, la corrigió El que era el Cardo de Flores. “Asuntos urgentes demandaron su atención. Sin embargo, hmmm…, tengo que advertirle, querida amiga del final del alfabeto, que no se han portado muy bien que digamos. El Maestro se marchó bastante compungido.”

_ “Pero dime, contrahecho, ¿qué fue eso tan malo que hicimos? ¿Acaso no le es suficiente tenerme aquí mientras mi pobre Rómulo yace muerto allá abajo?”

_ “Ah, ah, vaya error conceptual el suyo, querida amiga. Rómulo está vivo. Y si no, mírelo…” La Señora W. se asomó al precipicio. Desde el fondo, su marido la saludaba agitando una mano. ¡Qué mareo el de W.! Mareo y odio, un odio ácido que creció desde su estómago hasta materializarse en un brutal gargajo que acabó por desintegrarse contra la roca, a centímetros de Rómulo. El que era el Cardo de Flores lanzó una risita, la ayudó a sentarse y salió corriendo para perderse por la otra ladera.

La pareja estaba deshecha. Cada cual permaneció en su lugar sin fuerzas para subir o bajar hacia un encuentro que les iba a saber amargo. Derrotados, pronto la noche los cubrió con su grueso manto de oscuridad.

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