¡Por fin alguien lo hizo! Acabo de leer en internet que a la entrada de algunos restaurantes europeos les decomisan a los clientes sus teléfonos celulares.
Según la nota, se trata de una corriente de personas que busca recobrar el placer de comer, beber y conversar sin que los ring tones interrumpan, ni los comensales den vueltas como gatos entre las mesas mientras hablan a gritos.
Personalmente, ya no recuerdo lo que es sostener una conversación de corrido, larga y profunda, bebiendo café o chocolate, sin que mi interlocutor me deje con la palabra en la boca, porque suena su celular.
En ocasiones es peor.
Hace poco estaba en una reunión de trabajo que simplemente se disolvió porque tres de las cinco personas que estábamos en la mesa empezaron a atender sus llamadas urgentes por celular. Era un caos indescriptible de conversaciones al mismo tiempo.
Gracias al celular, la conversación se está convirtiendo en un esbozo telegráfico que no llega a ningún lado.
El teléfono se ha convertido en un verdadero intruso.
Cada vez es peor.
Antes, la gente solía buscar un rincón para hablar. Ahora se ha perdido el pudor.
Todo el mundo grita por su celular, desde el lugar mismo en que se encuentra. Y nos enteramos de todo…en esa habladera de mal gusto…o tierrúa, como se decía en los años 80.
La batalla, por ejemplo, contra los conductores que manejan con una mano, mientras la otra, además de sus ojos y su cerebro se concentran en contestar el celular, parece perdida. Hasta los motociclistas manejan con una sola mano mientras atienden o envían un mensaje de texto por su celular.
Aunque la gente piensa que puede hablar o escribir al tiempo que se conduce, hay que estar en un accidente causado por un adicto al teléfono para darse cuenta de que no es así.
No se pueden negar las virtudes de la comunicación por celular.
La velocidad, el don de la ubicuidad que produce y por supuesto, la integración que ha propiciado para muchos sectores antes al margen de la telefonía.
Pero me preocupa que mientras más nos comunicamos en la distancia, menos nos hablamos cuando estamos cerca. Mucha razón tiene el que dijo que el celular sirve para acercar a las personas lejanas y alejar a las cercanas…!
Me impresiona la dependencia que tenemos del teléfono.
Preferimos perder la cédula que el móvil, pues con frecuencia, la tarjeta sim funciona más que nuestra propia memoria.
El celular más que un instrumento, parece una extensión del cuerpo, y casi nadie puede resistir la sensación de abandono y soledad cuando pasan las horas y este no suena.
Por eso quizá algunos nunca lo apagan.
¡Ni en el cine, ni en el banco, ni en un concierto!!!!! He visto a más de uno contestar en voz baja para decir: “Estoy en el cine, en el banco o en el Baralt oyendo la filarmónica, ahora te llamo”.
Es algo que por más que intento, no puedo entender.
También puedo percibir la sensación de desamparo que se produce en muchas personas cuando las azafatas dicen en el avión que está a punto de despegar que es hora de apagar los celulares.
También he sido testigo de la inquietud que se desata cuando suena uno de los ring tone más populares y todos en acto reflejo nos llevamos la mano al bolsillo o la cartera, buscando el propio aparato.
Pero de todos, los Blackberry merecen capítulo aparte.
Enajenados y autistas…!
Así he visto a muchos de mis colegas, absortos en el chat de este invento.
La escena suele repetirse.
El Blackberry en el escritorio, o al llegar a un restaurant o en cualquier reunión o visita familiar es colocado en un lugar donde pueda estar a la vista de todos.
He observado familias en un restaurante donde cada uno está pendiente mas del celular que de compartir un rato agradable juntos.
Un pitido que anuncia la llegada de un mensaje, y cada uno se lanza sobre el teléfono.
Casi nadie puede abstenerse de contestar de inmediato.
He estado con personas que después de teclear un rato, masajear la bolita, y sonreír me miran y dicen:
“¿De qué estábamos hablando?”. Pero ya la conversación se ha ido al traste.