A las ocho de la mañana y siete minutos ahí estaba esa mujer. Podría llamarse Juana, Micaela o Lupe. ¿Quién podía saberlo? Parecía una persona de cincuenta años; quizás era más joven, pero seguramente el sol había curtido la piel morena de su rostro haciéndola parecer más vieja.
Traía puesta una falda de manta de color blanco que le llegaba a los tobillos, y encima, una blusa larga sin mangas del mismo color. Sobre sus hombros, un rebozo de algodón, en color negro con gris, cruzado de lado, donde parecía buscar o guardar algo, como si se tratara de un monedero. Iba peinada con una larga trenza que le llegaba a la cintura.
Su expresión era la de una mujer «nerviosa», o, dicho en su lengua originaria, quizás náhuatl, yolcuecuechca, alguien a quien «le tiembla el corazón».
Elena miró con gran atención sus pies sin zapatos: parecía que no le importaba pisar el suelo sucio del andén del Metro. Cuando caminaba hacia la zona de los vagones exclusivos para mujeres y volteó para verla de nuevo, la mujer ya no estaba; había desaparecido.
¿Acaso habría sido una emisaria de nuestros ancestros aztecas, una sacerdotisa o, quizás, una esclava que había escapado de su fatal destino?
Seguramente cuando llegó al Metro, para su gran sorpresa ya no encontró la hermosa ciudad de México-Tenochtitlan, construida en medio de un lago, con sus amplias calzadas, un sinnúmero de canoas y sus adoratorios a manera de torres y pirámides. Con su mirada parecía decirlo todo: «Esto que veo no me gusta».
Y probablemente se preguntaba: «¿Dónde está toda la gente? ¿Por qué traen cubiertos los pies con zapatos que les aprietan, en lugar de andar descalzos y sentir la tierra húmeda que nos alimenta?».
Todo fue tan rápido que Elena se quedó con la sensación de que, durante la mañana de ese día, una deidad mexica la había visitado por unos instantes. ¿Acaso era Cihuacóatl, la diosa mexica mitad mujer, mitad serpiente? Tenía la certeza de que jamás volvería a ver a aquella mujer misteriosa de la falda de manta, el rebozo «de bolita» y los pies descalzos.
Al día siguiente, cuando Elena entró al vagón del Metro sintió una gran paz e imaginó que en lugar de ir como siempre a su «chamba» viajaría rumbo al reino del Lugar de las Garzas, Aztlán, para buscar a la mujer de la falda de manta blanca y juntas emprender el camino hacia la gran Tenochtitlán.
Y de que vimos cosas tan admirables, no sabíamos qué nos decir, o si era verdad lo que por delante parecía, que por una parte en tierra había grandes ciudades, y en la laguna otras muchas, y veíamoslo todo lleno de canoas y en la calzada muchos puentes de trecho en trecho, y por delante estaba la gran Ciudad de México.
Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la
Conquista de la Nueva España.
Colaboración de Carmen Lloréns para Inspirando Letras y Vidas