De las cinco partes que componen el excelente y muy actual trabajo del profesor y filósofo Tomás Moreno dedicado al visión de Nietzsche en relación a la mujer, ofrecemos, para nuestra sección de microensayos del blog Ancile, la tercera entrega.
3ª PARTE, POR TOMÁS MORENO
LA MUJER EN NIETZSCHE (3ª parte)
VI. La mujer como apariencia y superficialidad
Para Nietzsche la mujer, como la apariencia, se caracteriza por ser cambiante, por su inestabilidad y mutación. El hombre, en cambio, se configura como estabilidad y certeza.Al conocimiento "científico" propio del hombre, que pretende ser seguro y permanente, se contrapone el de la mujer que, como el artista, representa las potencialidades de un saber instintivo, intuitivo, abierto al proceso del ser, y por lo tanto a la transformación y el devenir. Pero es, sin embargo, a través de la mujer como el hombre aprende a gustar del árbol del conocimiento:
[...] La mujer fue el segundo fallo de Dios. -"La mujer es, por su esencia, serpiente, Eva"- esto lo sabe todo sacerdote; "de la mujer viene todo infortunio al mundo"- esto lo sabe asimismo todo sacerdote. " Por consiguiente, también la ciencia viene de ella [...]. Sólo a través de la mujer llegó el hombre a gustar del árbol del conocimiento" (AC, § 48, pp. 83-84) .
Pero la verdad de la ciencia o del conocimiento positivo poco o nada tienen que ver con la mujer. Según Nietzsche, "para todas las mujeres auténticas la ciencia va contra el pudor" (MBM § 127, p. 102) y, en consecuencia, buscar la verdad en la mujer es atentar contra su pudor. En efecto, entre mujeres se oye habitualmente la conversación "¿La verdad? ¡Oh, usted no conoce la verdad! ¿No es ella un atentado a todos nuestros pudeurs?" (CI, "Sentencias y flechas", § 16, p. 36.). La razón de ello reside en que " les parece como si de ese modo se quisiera mirarlas bajo la piel, -¡peor aún!, bajo sus vestidos y adornos" (MBM §127, p. 102).
¿Qué es lo que oculta la mujer bajo sus adornos y vestidos? ¿De dónde el exceso de su decoro? ¿Cuál es su misterio?, se pregunta Diana Carrizosa en su esclarecedor ensayo sobre esta cuestión. Que la mujer se resista al desnudamiento parecería algo extraño en su naturaleza sensual. Pero es que la mujer no se resiste a la desnudez, sino al acto que la quiere violentar con una pretendida "desnudez absoluta". Su resistencia, su pudor, no vienen de que tenga algo que ocultar, sino cabalmente del hecho contrario. Aquí Nietzsche habla de la verdad como "una mujer que tiene sus razones para no dejar enseñar sus razones" (GC, Prólogo, p. 28). Su temor no consiste en que se la descubra, sino en que se descubra que no hay nada que descubrir. No hay nada oculto más allá, ni por detrás, ni bajo sus adornos y vestidos.
Porque la mujer es cabalmente eso: adorno y vestido, superficie, epidermis. No existen imágenes más afortunadas que esas para nombrar la "apariencia" que es la mujer: trajes, prendas mágicas que realzan cualidades o que ocultan defectos, dietas, adornos, maquillajes, peinados, el célebre lunar que poblara los rostros femeninos del siglo XVIII. La mujer misma sabe que en este juego de la apariencia reside todo su
poder: "Un poco más gruesas, un poco más delgadas, ¡oh, cuánto destino depende de tan poca cosa!" (AHZ, III, p. 271). Y no sólo lo sabe, sino que lo afirma corporalmente: "El sentirse contento protege incluso del resfriado. ¿Se ha resfriado alguna vez una mujer que se supiese bien vestida? -Supongo el caso de que apenas estuviera vestida". (CI, "Sentencias y flechas", § 25 p. 33).
Con frecuencia, hombres apasionados y rechazados por una mujer, dolientes por ello incriminan su carácter superficial llamándola desalmada. La mujer, entonces, con el efecto de despertar aún más ardientemente su deseo, se ofrece a éstos como una "máscara" cuyo interior nunca es encontrado:
Hay mujeres que, por más que se busque en ellas, no tienen realidad interior, que no son más que máscaras. Es digno de lástima el hombre que se une a estos seres casi fantasmales, necesariamente decepcionantes, pero capaces precisamente de despertar con más fuerza el deseo del hombre: se lanza a la búsqueda de su alma [...] y no para de buscarla (HDH, VII § 405, p. 230-231).
"Disfraz", "máscara", "velo" son términos que proponen un enigma, pero éste sólo se resuelve como "epidermis". Bajo el enigma de la mujer no hay nada, bajo su belleza no reside misterio alguno. Encantadora, engalanada, astuta, ingeniosa, amorosa, le pertenece plenamente el reino de la apariencia, hasta el punto de que sólo como apariencia le es dado alcanzar lo sublime: "El traje negro y el mutismo visten de inteligencia a cualquier mujer".
Nietzsche recuerda en este punto a Gavarni quien, preguntado si ha logrado entender a las mujeres, sabe responder con ingenio: "Se considera profunda a la mujer -¿por qué?, porque en ella jamás se llega al fondo. La mujer no es ni siquiera superficial"(CI, "Sentencias y flechas"§ 27, p. 38). Es un error creerla profunda e impenetrable porque nunca se pueda llegar a su fondo, cuando la razón para ello es que, en su carácter plenamente superficial, carece precisamente de fondo. Así, bajo la piel de la mujer no se halla una presunta esencia suya, sino una mera apariencia. Se debería hablar entonces con mayor propiedad, como acertadamente sugiere Diana Carrizosa, de un espesor de la apariencia. Por eso, cuando se ve a la mujer detentando alguna profundidad o exhibiendo alguna virtud, no queda más que afirmar que éstas no le son propias, que les son donadas por otro.
VII. La mujer como esencia inmortal: el error del "eterno femenino"
Por todo ello, cuando nuestro filósofo trata de adentrarse en el conocimiento de la mujer y se pregunta si tiene la mujer-en sí una esencia metafísica aprehensible para el hombre, si existe algo parecido a la mujer-verdad, osiel llamado eterno femenino, arquetipo de "mujer-eterna", tiene alguna realidad ontológica, constatará que es un problema, un misterio, un enigma indescifrable. Nietzsche, "el primer psicólogo de lo eterno femenino" como se autocalifica, se mostrará escéptico ante esas preguntas:
Suponiendo que la verdad misma sea una mujer-, ¿cómo?, ¿no está justificada la sospecha de que todos los filósofos, en la medida en que han sido dogmáticos, han entendido poco de mujeres? (MBM, Prólogo, p. 17) .
La mujer-verdaden tanto lejana, anhelada e inaprensible se corresponde con la verdad metafísica. Esa imagen de mujer, equiparada a la verdad -a la que el filósofo confiere la dignidad de hacerse término clave para la comprensión de la historia de la filosofía- no es más que una proyección del ideal del hombre: "El varón ha creado a la mujer -¿pero de qué? De una costilla de su Dios, de su ideal" (EH., 5, p. 63). Amante el hombre de su ideal de mujer, prefiere entonces seguir soñándola, disimulador de la naturaleza: como artista, como fingidor, como mentiroso. El llamado "eterno femenino" no es, en realidad, más que una creación ideal, una invención de poetas y filósofos dogmáticos
proyectándola, imaginándola, como un diestro
La mujer se ha convertido así en lo que hoy es, porque se ha conformado con el ideal que el hombre se ha hecho de ella; ha acabado convirtiéndose, por amor, en lo que el hombre quería.Ese ideal, puede haberse llamado Virgen María para los cristianos, Beatriz para Dante, Laura para Petrarca, Dulcinea para Don Quijote, eterno femenino para Goethe o cualquiera de los infinitos nombres que alaban los poemas del amor-cortés. Sin embargo, siempre apuntan al mismo prototipo ideal de mujer: la mujer-verdad, la mujer en-sí. Algo que el hombre ha querido alcanzar por su perfección y que es, a la vez, lejano y arrobador:
Los hombres -dijo- son los que pervierten a las mujeres, y todo aquello en que falten las mujeres deben pagarlo los hombres y ser corregidos en ellos, pues el hombre es quien ha creado la imagen de la mujer, y la mujer se ha hecho con arreglo a esa imagen (GC, II, § 68, p. 71).
VIII. La acción a distancia de la mujer
Y es, precisamente, por carecer realmente de esa supuesta esencia metafísica e ideal, por ser básicamente apariencia, por lo que la mujer debe ser contemplada, como el buque de vela, en la distancia o desde la lejanía. En medio del tumultuoso mar, inerme, cualquier hombre desea el navegar reposado del velero que contempla en la lejanía, tal y como él desde la distancia lo imagina. Al espectador lejano, el buque o velero le parece estar en otro mundo, ajeno al incesante movimiento, más allá de toda la agitación de la existencia, inmerso en la felicidad apetecida, quieta y lejana.
Igualmente ocurre con las mujeres. Sólo en la lejanía y en la distancia conservan su encanto y fascinación, o lo que es lo mismo, su misterio. En la cercanía éste se disuelve y desaparece. El hombre que es consciente de que "el hechizo y el efecto más poderoso es a distancia" (GC, V, § 361, p. 197), sabe que precisamente el imperativo básico consiste en mantener esa distancia:
Cuando un hombre se ve entregado a su propia agitación, expuesto a la resaca en que se mezclan ráfagas y proyectos, le sucede, a veces, que ve pasar cerca de sí, seres cuya dicha y cuyo alejamiento le encantan: son las mujeres. Y él se figura que, más allá, con ellas se va lo mejor de su yo [...]. El hechizo y la influencia más poderosa de la mujer son, diciéndolo en lenguaje filosófico, su acción a distancia, mas para eso lo primero que se necesita es distancia (GC, II, § 60, pp. 69-70).
En virtud de ésta, le es dado asemejarse al médico que, al hipnotizar a una mujer, termina hipnotizado por ella. Pero, ¿qué pasa a bordo del buque de vela?, ¿qué pasa si, llevado por la seducción de su propia proyección, el hombre quebranta el pudor de la mujer?, ¿qué pasa "si la aborda"? En la , dentro del regazo de la seguridad, su ideal (el ideal de mujer forjado por el hombre, la mujer soñada por el hombre) se deshace irremediablemente, ella pierde todo interés para el hombre en el momento en que se acerca, es decir, cuando se hace semejante a él. La cercanía y cotidianidad permiten sólo grados pequeños de idealización.
De esto puede rendir testimonio cualquier amante que, tras convivir con la que fuera la mujer de sus sueños, se lamenta de que ella ya no es la misma. Precisamente como antídoto contra este desengaño, el hombre enamorado se siente instado al odio a la naturaleza, pues ésta le enseña bajo su mujer-ideal, las repugnantes funciones naturales a que está sujeta toda mujer. Si quebranta el imperativo de la distancia inspeccionándola y escudriñándola sin pudor, pagará por su indiscreción el precio de ver sustituida su imagen ideal por las más vulgares verdades.