Revista Talentos

La Nacha

Publicado el 03 enero 2012 por Julio Alejandre @JAC_alejandre

La Nacha tenia la piel del mismo color que el corazón del sicahuite y tan arrugada como su corteza. Cuando yo la conocí era ya una viejita rechoncha y encorvada, inquieta como rabo de cuche, que no había manera de hacerla detenerse. Pero no siempre fue así. De joven, de muy joven, cuando se acompañó con Cleofás, debió tener la piel tersa y el cuerpo firme, de hombros anchos y caderas escurridas, como todas las mujeres de su raza, porque aquel, que ya era mayorcito, tenía fama de ser gustoso para escoger compañera. Se la llevó robada, según la costumbre, a espaldas de su familia, en especial de don Peto, el tata, que la buscó durante tres días por los caseríos de alrededor, más ardido que una serpiente zumbadora y armado con un lazo de amarrar reses con el que pensaba azotarla cuando la hallara. Pero el chino Cleofás la escondió bien y cuando se le pasó el enojo al viejito fueron a visitarlo, para congraciarse y que el tata le arreara, a la muchacha, unos dos que tres cinchazos que le devolvieran su dignidad y dejaran las cosas en su sitio. Así se cumplió el trámite y la pareja pudo irse tranquila, con las bendiciones de don Peto, camino del ranchito que Cleofás había construido con buenos horcones de quebracho, con tejas, con ramas y con barro. 

Ya iba preñada de su primer hijo aquella vez, aunque no se le echara de ver, cuando seguía con la mirada baja, caminando a distancia, al mulo medio chúcaro que montaba Cleofás, en dirección a su hogar donde dio a luz la Nacha aquel hijo y los diez restantes que parió, año con año, unos medio vivos y otros medio muertos, hasta que se le agotaron las chiches y se le secaron las entrañas. Vivían de colonos en tierras de don Miguel Batres, el hacendado, en una parcelita minúscula arrancada a golpes de piocha a la misma ladera del cerro y cultivaban una o dos manzanas de milpa que gustosamente les cedía don Miguel en la parte más estéril y reseca de la hacienda a cambio de un tercio de la cosecha y de trabajarle a él veinte tareas al año, veinte, de sol a sol. El terreno donde Cleofás y sus hijos se fueron dejando el sudor y las energías a lo largo de los años, y también la piel, estaba recubierto por una alfombra de piedras negras y redondeadas que cayeron allí, según cuentan los ancianos, un día remoto en que se abrió el cielo y en lugar de agua llovieron, para penitencia de los hombres, piedras. Aparte de la milpa, criaban en la casa algunas gallinas jaspeadas, unos jolotes cenicientos y uno que dos cuches de secano los años mejores, que para comprar una ternera nunca les ajustó la cobija. Así pasaron los años, entre malos y peores, y la familia nunca salió de pobre, que ni siquiera juntaron para comprar el pedacito donde estaba la casa, y menos un terreno que cultivar. Los hijos crecieron desnutridos y harapientos, resecos como la tierra y duros como las piedras, con la tenacidad de la semilla que cayó en baldío. A la Nacha la fueron arrugando y encogiendo el trabajo y los hijos, los hijos y el trabajo, y al chino Cleofás le robó el sol el color del pelo, dejándoselo blanco como las hilachas del algodón; y las innumerables cargas de maíz, cantaradas de agua y sacos de abono que transportó por esos cerros, y los años, breves y duros, le doblaron la espalda y le bajaron la mirada.

 


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