Llevaba tanto tiempo viviendo en su pequeño reino de ladrillo, que al salir al mundo le parecía extraño, incomprensible, feo, hostil, irreal.
Hasta que no entraron los monstruos en ese pequeño reino suyo, no tuvo la necesidad de aprender a manejar la espada.
Aquel día, la desvalida niña cuyos ojos habían dejado sin brillo aquellos monstruos del mundo irreal, tuvo que agarrar con fuerza y con las dos manos aquella espada con la que se había adiestrado. Mató uno a uno a los monstruos. Uno a uno a los monstruos.
Cuando la ya no desvalida niña volvió a su pequeño reino de ladrillo a esperar a que los diseñadores de los monstruos vinieran a por ella, solo pensó que hubiera querido ser una justiciera, pero solamente era una defensora de su propia identidad.
Dejando claro que su pequeño reino de ladrillo era la verdad y que todo lo de más allá de sus fronteras eran sombras por reales que parecieran, los ojos de la desvalida niña volvieron a brillar, incluso fuera de su reino de ladrillo.