by Evan Kafka
Pasar la noche en una tras otra hora, sin que de tiempo apenas al gorgoteo del café: no hay tiempo. Ni cansancio. La calculadora encaja la estantería brillante y el recibido con el gran espejo. La alfombra luminosa arrastra el mismo polvo que he visto en el parque.En el sueño, la tumbra color granito moteado, tenía polvo y letras en relieve de un dorado verdoso comido por el tiempo. Piedra sobre piedra, la rosa blanca en el suelo se llenó de ese polvo. Un escarabajo común golpeó mi sien derecha, como si hubiera caído del cipres justo encima de la cabeza, arrastrado por un vendaval inexistente. Qué cachondo. Esos escarabajos no vuelan.
21 empezaron la locura en direcciones opuestas, en el día exacto del anuncio, ni uno más ni uno menos. 23 se cogieron de la mano y pasearon, libres, por la ciudad. Antes, 22 se habían perdido en el bosque. Y después, sólo quedaron 24 heridos putrefactos sobre la hierba. Los grajos revolotean, ansiosos, sin saber dónde elegir. No tiene la más mínima importancia para ellos. Uno picoteó mi ojo.
Nunca hubo cabeza que sobreviviera a la fatiga corporal.
El pequinés mestizo de dientes hacie afuera salta entre mis piernas. La viejita de origen rumano, o eslovaco, nunca extiende la mano. Tampoco señala la cesta tejida a sus pies. Sólo mira con sus ojos pequeños de abuelita rusa, enfundada con su pañuelo sobre la cabeza. La mano pequeña que debería acariciar a los nietos y regalarles miles de matrioskas.
En el camino por el centro siempre la saludo, haga frío o calor, porque la calle es suya. Y el aire es suyo también, no consigo desperdiciarlo.
Tras el saludo, volver a las diez horas de trabajo en las que no da tiempo ni a encender la cafetera, de tan ágiles que pasan. A toda costa, como viejos expertos, con un ansia muy diferente a la obsesión. La voracidad del fuego no es obsesión. Comprender hasta el final me hará entender (¡por fin!) hasta mi última página.