Llegué al hotel de anochecida, como habíamos convenido. El día, caluroso y húmedo, aunque no soleado, se despedía con una placidez veraniega de la que yo, asomado al balcón orientado hacia el río, carecía en mi interior. La llamé. "Doscientos dos", dije únicamente, y ella cortó la comunicación sin pronunciar otro vocablo que el "Dime" inicial. No hacían falta más palabras telefónicas; antes bien, podrían comprometerla, delatarnos. Guardé el móvil en el bolsillo del pantalón, fijé la mirada en las menguadas y perezosas aguas del cauce... Embarazada... Un hijo mío...
"¿Mío?".
"¡Sí, tuyo, tuyo!".
"¿Estás segura?".
"¡Sí!".
"Pero nosotros...".
"¡Se rompería el condón, qué sé yo!".
"Bueno, cálmate ya, lo solucionaremos".
"No abortaré".
"Si la criatura sale clavada a mí, con mi pelo y mis ojos...".
"Que salga como quiera".
"Escúchame, tenemos que vernos, pensarlo. Te espero mañana en el hotel que está junto al río".
"No me convencerás".
"Convénceme tú a mí".
"Vale, en ese hotel".
"Te llamo cuando llegue, al oscurecer".
Ya no se veía el río cuando me retiré del balcón, luces de ciudad a izquierda y derecha y al fondo del telón nocturno; ninguna luz en mis oscuras reflexiones... Un hijo... Aunque no sería hijo mío, sino de ella y del marido si la criatura no salía clavada a mí, albino y con los ojos claros, demasiadas pistas para su esposo, mi jefe en la empresa de pompas fúnebres poco afectada por la crisis económica mundial pues sigue estando de moda el morirse a las primeras de cambio. Las once en el reloj, las doce. Y ella no aparecía. Busqué el canal de los deportes en la tele. Tenis de alto nivel, arte deportivo, vano o admirable, según se mire, cierto es que somos distintos al resto de animales por semejantes artes y pasiones: los mosquitos no juegan al balompié, pongamos por caso. El cambio climático en otro canal, el calentamiento en la superficie del planeta justo cuando correspondería una nueva glaciación: más materia prima para nuestra empresa, viva la contaminación. Me desnudé, me tendí en la cama. No la quería, solo la deseaba de cuando en cuando. Me acostaba con ella y antes o después del coito pensaba que iba a joder o que había jodido a su marido mandón aunque él nunca lo supiera: cualquier desahogo es bueno cuando no hay otro.
Estaba a punto de dormirme cuando oí el zumbido del mosquito, ese sonido de trompetilla inconfundible. Rondó mi rostro y solo logré abofetearme dos veces al pretender aplastarlo. Encendí luces, me levanté. "Te vas a enterar". La toalla mayor del cuarto de baño en la mano derecha, la mirada inquisitoria por techo y paredes. ¡Allí! Al suelo la lámpara de la mesilla. ¡Allí! Al suelo el adorno de la mesa del escritorio, el contenedor oval, y los cantos rodados que antes llenaban el cuenco de vidrio esparcidos por la moqueta. ¡Allí! Al suelo el cuadro que yo mismo hubiera pintado mejor, aquella simple raya negra, irregular, sobre fondo blanco. Me rendí. Busqué refuerzos, marqué el número de recepción en el teléfono.
-Hay en la habitación un mosquito que me impide dormir.
-Imposible, señor. Todas las habitaciones del hotel cuentan con generadores de ultrasonidos antimosquitos.
-Pues este mosquito será especial, estará sordo. ¿No tendrán por ahí un insecticida?
-Son innecesarios en este hotel, señor.
-Le digo que...
-Podemos cambiarle de habitación si lo desea.
-¡No, no lo deseo!
Colgué el teléfono con violencia. Coloqué el cuadro en su sitio, recogí el cuenco de vidrio coloreado, lo rellené con los cantos rodados que no pateé. Casi me electrocuto al intentar que luciese la bombilla de la lámpara de la mesa de noche. Me refresqué en el cuarto de baño, me armé con otra toalla. "Esto no se quedará así, mosquito de antenas sordas". Alguien llamó entonces a la puerta.
¿Ella? ¿A semejantes horas? Bueno, mejor tarde que nunca, y mejor ella que el marido.
Era el del mantenimiento del hotel, turno de noche.
-¿Me permite una rápida comprobación? Serán apenas unos segundos.
Ningún defecto en el generador. Ni rastro del mosquito sordo.
-¿Desea cambiar de habitación?
-No, de eso nada. Yo me quedo aquí.
-Solo pican las hembras, ¿lo sabía?
-¿Las hembras?
-Los mosquitos macho no se alimentan de sangre.
-Pero hasta mañana no sabré si se trata de macho o hembra.
-Ya le digo que el generador...
-Sí, sí, ya.
-Buenas noches, señor.
-Compren insecticidas, ¿me oye?
El sueño nuevamente. Ahí te quedas hasta mañana, mundo.
¡Otra vez el mosquito!
Allí... Allí... Allí.
-¡Te maté, cabrón!
Sangre en la pantalla del televisor, y restos mínimos, pero visibles, del insecto. Las pruebas. Al día siguiente, más descansado, les mostraría las pruebas a los del hotel.
La voz: te quedarás sin empleo, y probablemente sin dientes ni nariz, sin vida quizás, por culpa de un espermatozoide tan huidizo e inoportuno como el insecto sordo.
¡Y muerto! Buenas noches, voz, mundo.
¿No arreglas el estropicio? ¿No cuelgas el cuadro? ¿No recoges los cantos rodados, esparcidos por la moqueta de nuevo, ni pones la lámpara sobre la mesa de noche?
¡No! Ni ahora ni... ¡No puede ser! ¿Otro mosquito? ¿Dos mosquitos con antenas sordas?
Pues sí.
Todo lo demás, lo que justifica por qué mato insectos desde aquella noche con insaciable rencor, insectos machos o hembras, insectos inocentes o culpables, sucedió a continuación.