Había dejado pendiente terminar este artículo. No será fácil.
No lo será por dos razones:
La primera, porque nos adentramos en fundamentos metafísicos de difícil concreción, y de no fácil comprensión (al menos, para mí).
La segunda, porque detrás de toda esta significación del Parménides ontológico se oculta otro Parménides más mistérico. Profundo. Y cuando nos adentremos con él a incubar ideas supuestamente órficas o apolíneas, correremos el riesgo de hundirnos en el absurdo o, peor, en la incongruencia.
Es un ejercicio de funambulismo el que me propongo realizar. Ruego paciencia y, llegado el caso, indulgencia. Si finalmente caigo en el desvarío, espero que los comentarios de mis amigos me recuperen para la sensatez.
Porque es de magos de lo que voy a hablar. De magia occidental.
De cuando Platón mató a Parménides.
De todos modos, lo que antecede y lo que sigue es fruto, sobre todo, de mi estulticia.
Proponían así un diké (el agua o el aire, por ejemplo) como origen de todo lo que vemos. En este sentido, Parménides supuso una clara ruptura en la filosofía, una reflexión nueva, más especulativa que naturalista. Jaeger, en su monumental Paideia, afirma que “al lado de la filosofía natural de los jonios y de las especulaciones pitagóricas sobre los números, aparece con Parménides una nueva forma fundamental del pensamiento griego, cuya importancia traspasa los límites de la filosofía para penetrar profundamente en la totalidad de la vida espiritual: la lógica.” Hegel habla de “un ascenso al reino de lo ideal” que marca un antes y un después. Aristóteles afirma en su metafísica que Parménides destaca por manifestar una visión sobre “lo Uno” más profunda, según el concepto, y no según la materia. Así, para el eléata, si lo que “Es” es eterno, debe ser “Uno”, y no puede ser principio de una realidad formada por múltiples elementos. Parménides reflexiona sobre lo eterno o, en palabras de Aristóteles, “lo que es no deviene, porque ya es, y nada pudo llegar a ser a partir de lo que no es”.
Parménides representa el descubrimiento por el hombre de lo cognitivo en estado puro.
En definitiva: Con Parménides el “Ser” o “Existente” aparece, por vez primera, en la filosofía. Es un primer indicio de metafísica, de existencialismo; de fenomenología acaso. Unas proposiciones “que constituyen una trama rigurosamente lógica” para Jaeger. Y todo este fulgor se vuelca en Platón, que lo considera “venerable y terrible a la vez” (Teeteto), y lo denomina “El grande” y “Padre” (Sofista). De hecho, muchos autores hablan de un antes y un después en la doctrina de las ideas tras el diálogo Parménides.
La teoría platónica de las ideas suscita aporías (tan queridas por Parménides); pero si las elimináramos, sin más, desaparecería la dialéctica y, por ende, el pensar, la filosofía, opina Reale. Sólo se puede salvar este escollo elevando la dialéctica a la metafísica por medio de la existencia de dos Principios (lo Uno y lo Múltiple) indisolublemente unidos. De ahí la estructura bipolar como fundamento ontológico. Es algo que un Platón maduro desarrolla en algunos de sus últimos diálogos (el Sofista y el político), en los que, por cierto, sustituye al omnipresente Sócrates por un extraño “filósofo procedente de Elea”. Es Platón mismo, procedente de (homenajeando a) Elea y que, sin embargo, salva su teoría de las ideas matando a Parménides, cometiendo parricidio en el Sofista.
Lo que hace Platón, en palabras de Reale, es “transgredir el supremo mandamiento de Parménides, según el cual el no-ser no es”. Platón da un giro ontológico a la filosofía afirmando textualmente que “el no-ser es, si se entiende justamente en el sentido de `diferente´”. Pasamos del monismo eleático (ser-uno) a la estructura dialéctico–polar de la realidad.
Habría otras consideraciones que hacer respecto de la axiología (los valores) como fundamento de los Principios platónicos (el Parménides real no habló nunca del “bien”). Tampoco de la “belleza”. Sin embargo, dejamos el tema en este punto. Primero, porque tiene más que ver con una refutación a los pitagóricos que a los eléatas y, segundo, porque todo este galimatías produce dolor de cabeza.
Lo confieso: la metafísica me aburre soberanamente. Debe ser por falta de capacidad, por mi poco intelecto. O por una escasa formación. El caso es que tanta búsqueda suspendido en el aire, finalmente, me agota.
Es hora, pues, de cerrar el artículo sobre el hombre que cambió la filosofía y que tenía sus raíces en Focea.
Es hora de hablar de magia. Una búsqueda en la oscuridad
Los ritos mistéricos, como los órficos o los eleusinos, formaban parte de la cotidianidad griega, y la consulta a oráculos como los de Delfos, Dódona o Delos era una práctica habitual por gobernantes y particulares.
En definitiva, todos tenemos una vertiente positivista que convive con una inquietud ontológica. Lo que no resulta razonable es que la segunda contamine los postulados firmemente consolidados por la primera. El sistema doble Tierra/Luna gira alrededor del Sol en una órbita elíptica; y el ser humano es consecuencia de un proceso evolutivo natural que ha durado millones de años. Estos dos enunciados no plantean la más mínima duda, ni pueden ser refutados.
Estudiar entonces el creacionismo en la escuela, como alternativa plausible a la evolución, es una aberración lógica en pleno siglo XXI. Así de claro.
Por el contrario, el hombre del mundo antiguo estaba totalmente dominado por el misticismo, por la magia. Bertrand Russell lo plantea no sin cierto humor: “Tales nos dice que todo procede del agua, pero no nos dice cómo”. Es cierto: formular hipótesis sobre cosmología, matemáticas o física no te convierte, per se, en científico. Falta el método.
En esta tesitura ¿dónde se sitúa Parménides?
Para Jaeger, “Parménides es el primer pensador que plantea de un modo consciente el problema del método científico”. De hecho, Szabó o Eggers afirman, nada menos, que la primera demostración deductiva de la historia de la ciencia pertenece al eléata. En definitiva, la íntima conexión que encontramos entre la realidad y el pensamiento puro, como característica más definitoria de Parménides, ¿bastaría para que pudiéramos considerarlo el primero de los científicos?
Yo no lo creo. Parménides no era un científico. Era un filósofo; quizás, el primer filósofo merecedor de tal nombre (aunque esto es muy discutible). Pero sigue siendo un hombre del mundo antiguo y, si bien esto lo enlaza con tradiciones místicas que no permiten considerarlo un positivista, a su vez le confiere una impronta única. Fue el primer gran lógico, y empleó su vasta inteligencia en la tarea de hacer comprensibles los misterios ocultos. En hacer aprehensible desde el pensar al menos un resquicio de la magia que forma parte de nuestro yo.
Cuando Platón, con toda su fuerza, se apropió de Parménides, desvirtuó una parte significativa de su mensaje. Lo oculto salió de la esfera del mito, del ritual, y adoptó la forma de la metafísica. Y en occidente nos quedamos huérfanos de magia.
Todo empieza con la revolución que supuso la polis griega: un nuevo y sorprendente ordenamiento social. Los griegos participaban activamente en el gobierno y toma de decisiones de su polis. Incluso en las tiranías, las polis confieren a sus miembros la condición de ciudadanos. Y esto fomenta el pensamiento libre.
En este marco, los griegos se abren al mundo entero: oriente y occidente. Especialmente en La Jonia, como vimos, el ciudadano aprende de muchas otras tradiciones ajenas a la suya, que posiblemente le hace dudar de cualquier dogmatismo. Todo, elementos atmosféricos, fenómenos celestes o humanos, se desvinculan de dioses o monarcas, algo impensable en Egipto o Mesopotamia.
Siguiendo a Vernant, pensamos que la polis, con sus teatros públicos, sus decretos legales racionales o su religión al alcance de los ciudadanos es el caldo ideal para que germinen sabios como Tales o Anaximandro. Perciben la corriente de ideas que fluye desde oriente, cierto, pero son griegos y, en consecuencia, más libres.
Y en libertad la filosofía surge de la curiosidad por el hombre y lo existente. El mundo griego busca simplificar los fenómenos porque necesita dotarlos de sentido.
Incluso el pensamiento griego que antecede a la filosofía lleva la semilla de la curiosidad. La conexión pensamiento/realidad parmediana la encontramos en Homero; su percepción dualista dentro de la unicidad recuerda a Hesíodo. La mitología, el teatro, la historia… beben las polis de fuentes similares, lo cual les confiere una identidad cultural (son griegos), aunque no sean ciudades idénticas. Y así, en Focea, origen de los eléatas, reciben por cercanía la influencia (casi) matriarcal de los lidios, distinta del predominio total del varón griego. Por tanto, insisto, son todos iguales, pero diferentes. No es lo mismo Atenas que Esparta, ni Focea que Mileto. Al fin y al cabo, son Ciudades-Estado.
Es curioso: en la única obra de Parménides, cuyas raíces están en Focea, todos los personajes, incluso los animales, son femeninos. Y las mujeres le muestran a Parménides la senda de la sabiduría. Homero le da forma, cierto, pero percibimos un respeto hacia la mujer inaudito para la época. La mención a la diosa (con seguridad Perséfone) nos recuerda a mitos ancestrales: los de la Diosa Madre, presente, muy especialmente, en la Creta minoica, y antes en las culturas prehistóricas del este de Anatolia.
Hay un vínculo evidente entre Parménides y Apolo sanador (Apolo Ulio). De hecho, una inscripción encontrada referente a Parménides (la única) hace mención a su carácter de médico (Ulios). De sanador. Pero a la manera de Apolo y su hijo Asclepio: practica una sanación que se basa en la quietud y la absoluta intromisión. Es una tradución mística ancestral que busca el curarse a sí mismo desde el recogimiento. Desde el encontrarse a sí mismo. No hablamos tanto de una Teurgia como de la tradición médica de la isla de Cos, (curiosamente, situada en Asia Menor), patria de Hipócrates, padre de la medicina moderna; el pronóstico y la observación de las causas de la enfermedad convive con la creencia de que la salud nace de la paz con uno mismo y del reposo. De detenerse a escuchar el interior. De que la naturaleza cura.
Sobre Epiménides
Parménides también dictó leyes. Era médico y legislador. Este detalle nos muestra la diferencia entre los “magos” griegos y los chamanes y magos orientales: los sabios de Grecia divulgan su saber y procuran darle una utilidad pragmática. No les interesa el secreto, sino el bienestar de las personas. Y no sirven a un solo monarca, ofreciendo sus servicios como astrólogos para vaticinar el curso de la historia. Parménides no busca en las estrellas.
Perséfone, diosa de los muertos, lo conduce a su reino; pero hay un detalle que no se nos escapa: esta diosa tenía la facultad de curar cualquier mal sólo con tocar. Curación, oscuridad, incubación, sabiduría… se repiten las casualidades.
Todo este Parménides muere con Platón. La metafísica ocupa el hueco dejado por la incubación; pero es un privilegio al alcance de unos pocos intelectuales. La diosa madre se olvida, como desaparecen la pléyade de dioses y mitos que enriquecían el saber griego. Tenemos un único Dios, irascible y dogmático.
Y la verdad ya no está en nosotros. Está en encontrarlo a Él. En compartir (merecer) su gloria.
Años más tarde, un Platón desilusionado, huido de Siracusa, ciudadano de una Atenas sometida por Esparta, recoge el testigo dejado por Parménides y, con alevosía, se apropia de su pensamiento, acomodándolo a su conveniencia. Desde entonces, muere la posibilidad de conservar una “magia” propia en occidente. En su lugar, tenemos hoy parapsicólogos, místicos orientales, curanderos o iluminados.
Perséfone pierde interés por los humanos, cada vez más frenéticos y sordos.
Sordos a ellos mismos.
Con la revolución industrial se pierde todo atisbo de memoria. Vivimos en el estruendo.
Perdidos a nosotros.
Antonio Carrillo