Revista Talentos

La noche y la ciudad

Publicado el 28 agosto 2012 por Calvodemora
Soy urbano de un modo absolutamente obsceno. Rehúso con torpe amabilidad si me invitan a dar un paseo por el campo, distingo el placer fiable de las ciudades en las que viví del placer antojadizo y hostil de la montaña o de la campiña que circunstancialmente me rodea, acepto (en fin) un paseo entre buganvillas o la contemplación gozosa (lo es) de unos riscos en los que se advierte con más entereza la mano de la belleza, pero amo la ciudad. La amo de un modo absolutamente desinteresado. Mi entrega no pide un peaje al objeto amado. Ando las calles de las ciudades con la secreta certidumbre de que estoy asistiendo a una especie de película proyectada solo para mí. Importa escasamente que sean calles repetidas y que los personajes que las pueblan sean cercanos. Lo que me entusiasma, el hecho que activa la fascinación de la que hablo, es el atropello feliz de las cosas, el vértigo de las aceras, la vida misma como un carrusel, ofrecida a destajo, derramada, oliendo y oliéndose a sí misma, contándome a cada instante que soy espectador privilegiado. Amigos a los que cuento esta desviación mía me amonestan con afecto, sancionan la parte de mis vicios que no es sana del todo. Admito cualquier cosa que digan. Digo lo que alguien dijo sobre un asunto de más espinoso trato que no viene a cuento: estar en la ciudad es una forma de no estar en el campo. En las anchurosas lomas de las afueras, más allá de la periferia de las ciudades, donde apenas es apreciable la mano del hombre, no hay cafeterías ni tampoco ese amable río de gente en el que me pierdo y en donde me encuentro. La agitación de lo que sucede alrededor de uno lo envuelve, lo anula de algún modo. No hay día en el que la ciudad que paseo me parezco la misma ciudad. Ni siquiera el pequeño pueblo en donde vivo (felizmente) suprime esta querencia mía hacia los emplazamientos grandes. De lo que se trata es de que el viaje sea novedoso cada vez que se emprende. Da igual si visitas la Itaca del poema de Kavafis o sales por la noche a andar sin un destino fijo. Lo importante es la sensación de plenitud que se adquiere cuando uno verdaderamente ama algo y sabe que no se agota. En ese no agotarse, en esa infinita maquinaria de asombro que es la realidad, está la felicidad tal vez. Dichoso el que la encuentre en la cima de una colina o ensimismado en la belleza del mar de olivos que veo si me asomo ahora mismo a la ventana de la habitación en donde escribo. Mi viejo amigo Juan Aragonés la encuentra en la visión de sus pájaros, cámara en ristre, pertrechado de paciencias y gigas, esperando que la criatura haga bendito acto de presencia para que él pueda registrarla. Lírico Juan, que has provocado que escriba esto. Yo soy un ser de ciudad. Mía es y en ella me entiendo en lo que puedo, pero ah mis deseos, ah la luz que me aturde, no me pidan que renuncie al mar. Es frente al mar o es en el mismo mar, sumergido en su visión pristina y mitológica, en donde creo que de verdad me hallo en paz conmigo y con lo que mis desajustes emocionales barruntan. Mañana dejo la ciudad (ésta, al menos) y busco el mar y no escribo en unos pocos de días. Ni sobre el mar ni sobre John Coltrane. Ahora mismo esta ensimismado, en un trance de no salir jamás del altavoz derecho por donde suena.

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