Decidí hace muchos años. Corría una brisa de aire por el cuerpo y el banco se llenaba de agua de lluvia cuando conspiramos. Era la incertidumbre. Tres ángeles, dos poemas y un poco de acción, como en las tardes de verano. Abro el balcón para dejar entrar el aire que llega como el fuego. Es la fragilidad.
Se nos ocurren tantas cosas. La libertad por encima de las posibilidades y el mundo dando vueltas alrededor de una vida que gira en noviembre. Mi amor en el amor acaba como el verso, sonriendo.
Nunca besé, ni amé, acaso pude determinar que un poema es una conjunción lineal que llena el alma. Solo eso. La botella la observo entre penumbras. Mis amigos (aquellos que dicen ser mis amigos) consultan, mis amigos proponen. Los enemigos hablan, ellos son los que definen la insustancialidad.
La distancia que recorre el poema a la hora de transformarse en palabra es proporcional al límite del misterio. Justo en el instante que descubres las acciones, te marchas.
Los indolentes van desapareciendo uno tras otro. Me dejan a uno de color al que denomino ángel negro. Moriré con su presencia rondando las esquinas. Nunca se apartará, seguirá presente en el entendimiento.
Viajo lejos. El ángel negro me acompaña. Es una sombra siniestra que permanece erguida.
Salpico de esencia la conciencia. La completo de vitalidad. Intento olvidar pero no puedo. Los indolentes desaparecen. Tacho del cuaderno los números, las expresiones, la inmortalidad. Vivir al fin y al cabo es magia.
Se ha derretido el hielo. El vaso está vacío. El cuerpo de mujer es un indolente más que dice adiós sin mover las manos. El rostro lo aportaba Claudio Rodríguez en el bar de la esquina de casa.
Un día Pablo García Baena me regañó al oído. No olvidaré su tono, la actitud, el contraste. Estaba en Torremolinos, en El Baúl. La Nogalera.