La miré de reojo desde mi tercera posición en la fila; antes entrar ya la había visto desde la gran cristalera y hubiera jurado que sus orejillas de elfa se habían creado a juego con unos ligeramente achinados ojos. El pelo corto, como descuidado, pero concienzudamente teñido en marrones y caobas le daba un conjunto como etéreo, casi liviano; y podría haber andado de puntillas, sin que nadie en el local se hubiera percatado, si la chaqueta de lana gris no le hubiera aportado algo de pesadez a su cuerpo, como para no dejarlo escapar.
La fila única se dividió rápidamente en dos y alegremente comprobé que podría observarla un poco más, pues ambas habíamos sido derivadas a dos mostradores contínuos. Fui rápida con quien me atendió: dos papeles, una contraseña, el número de referencia de los paquetes que venía a recoger a Correos y el número de identidad. Firma. Fecha.
- ¿Dónde dice que tengo que poner mi dirección? -oigo que pregunta la elfa, a escasos dos metros de mi lado. La señora que le atiende le indica amablemente el lado ancho de su sobre -¿Y eso del remite, qué es? -insiste, mirando sorprendida a la mujer.
La vuelvo a mirar, casi olvidándome de ser discreta. La elfa, la chica de cabellos ocres, ojos almendrados y chaqueta de lana se encuentra ante un problema desconocido para ella. Una ecuación de vida cotidiana a la que se enfrenta por primera vez. Ella, en su juventud de perdida adolescencia, pero oliendo todavía a reforma educativa, no sabe mandar una carta. Dirección, remitente, apartado postal, sello: mandar una carta -parece que al otro lado del continente, por lo que oigo- no es digital ni aparece en la pantalla plana del smartphone.
Recojo los dos paquetes que me tienden desde el otro lado del mostrador: dos libros que compré online hace dos semanas, a golpe de teclado. Es mi pedido bimensual del círculo de lectura al que pertenezco. Ella se queda en el mostrador de al lado: sigue viviendo novedades...