Reconozco que mi pasión por la novela histórica es inmensa, me atrevería a decir que es uno de los géneros que más me entusiasman y qué más me han hecho disfrutar porque en ella se engloba cualquier otro género. Si te gusta la novela policíaca, lee a Crhristian Jacq y su trilogía El juez de Egipto, o Ladrones de tinta, de Mateo-Sagasta, si te gusta la novela espiritual cargada de realidad, lee a Albert Salvadó, te gusta la novela de aventuras, engánchate a El médico, de Noah Gordon, y así podría seguir con una lista infinita de novelas que tratan temas actuales en escenarios históricos adaptados por la imaginación del autor para el disfrute de sus lectores.
Sin embargo es un género difícil para el autor porque se enfrenta a los mismos retos de cualquier otro autor, comenzando por la terrorífica página en blanco y siguiendo por la espeluznante página ciento una, pero además tiene enfrente a lectores especializados, o incluso historiadores, que en cualquier momento pueden desmontar de un plumazo toda la arquitectura literaria por una sola falla histórica. Hace unos años tuve la oportunidad de leer algunos manuscritos como “lector profesional”, y en uno de ellos el autor presentó en pleno siglo XII, y apenas en las primeras páginas de su novela, una escena de un convento de monjes cultivando tomates…, ¡en el siglo XII solo los nativos americanos untaban tomate al pan!, u otra novela de cuyas letras soy responsable, La virgen del Sol, enmarcada en el Perú andino antes de la llegada de los europeos, y que tenía a sus personajes comiendo queso a todas horas cuando el queso no llegó hasta bien entrado el siglo XVI de la mano de los conquistadores. Errores de este tipo son terroríficos para una novela histórica.
Creo que la base para una buena novela histórica, además de trama y personajes, es tomar datos muy conocidos por los lectores, mezclarlos con otros datos algo más rebuscados, pero comprobables, y añadir mentiras flagrantes al cocktail, dándole siempre al conjunto un aspecto de credibilidad absoluta. Un buen ejemplo sería “extendió Moisés su mano sobre el mar, y el Señor, por medio de un fuerte viento solano que sopló toda la noche, hizo que el mar retrocediera, y cambió el mar en tierra seca, y fueron divididas las aguas…”. Alguien a quien todo el mundo conoce, Moisés, y del que no se duda de la veracidad de su existencia a pesar de que no hay ni una sola prueba arqueológica que la demuestre, llega a un mar, levanta la mano y el mar se abre, pero además de abrirse un mar, el pasillo que se forma entre las aguas queda seco. Cuántas veces no hemos escuchado esta historia, y sin embargo, a poco que la analicemos vemos que sin tener fe es imposible creer algo semejante, pero la mezcla de un hecho insólito, en este caso además físicamente imposible, escrito con tono de veracidad y salpicado de datos históricos conocidos, éxodo, judíos, faraones, etcétera, le da al conjunto la consistencia que el autor andaba buscando.
También es la historia, por extensa, un terreno perfecto para la creación, pues más allá de no contravenir hechos históricos probados, el autor tiene un campo de fabulación infinito. Puedes convertirte en la concubina del rey, en el afinador de su piano, en su cartógrafo, su mensajero, su esposa, su arquero, su bufón, en el propio rey, pasmado, por supuesto, en el último rey o incluso en todos los hombres del rey. Casi todo está permitido en la fabulación histórica, casi todo menos aburrir a las ovejas, porque uno de los problemas que detecto a veces en este tipo de género es la necesidad imperiosa del autor por dar a conocer al lector lo listos que somos (me pongo a la cabeza del ejemplo), lo mucho que nos hemos documentado, el trabajazo que hemos hecho estudiando la Wikipedia hasta reventarnos los párpados olvidando que nuestra función no es la de educar, porque nadie compra una novela para prepararse para un examen final de historia. Para eso ya hay otros medios (no aconsejo la Wikipedia…) mucho más aburridos y confiables que las letras de una novela. Vale la pena recordar que los autores somos mentirosos armados con un teclado, un esferógrafo, una pluma, o una Olivetti Lettera 32 para los románticos, y que nuestra única función es la de entretener, la de sembrar la duda en el lector, la de hacerle caminar por el sendero que le hemos urdido lleno de verdades y mentiras disimuladas sin que el pobre caiga muerto de aburrimiento en el primer lecho de hojas secas que encuentre, que acostumbra a estar apenas entrando al capítulo dos.
Y sin embargo, ahora que pienso, he de reconocer que mucho de lo que sé de catedrales lo aprendí con Los pilares de la tierra, que descubrí al faraón Akenathon de la mano de Sinuhé, y al gran Abu-Alí al-Hussayn ibn Abd-Al·lah ibn Sina, más conocido como Ibn Sina, en las letras de Noah Gordon y su El médico, que supe lo que eran las tríadas por El puerto de los aromas, y que el Eixample de Barcelona fue un ejemplo de especulación inmobiliaria leyendo La ciudad de los prodigios, del infinito Mendoza, ¡oh!, y que El capitán Alatriste fue contemporáneo de Quevedo, o que los editores ya eran piezas de temer en el siglo de Oro de las letras españolas según supe cuando leí Ladrones de tinta, ¡estoy enloqueciendo!, podría seguir por varias páginas más con todo lo que creo que sé si no fuera por aquello del lecho de hojas y porque acabo de caer aturdido víctima de una trampa gigantesca: ¿será verdad que leer es cultura?.