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Todas las mañanas muy temprano, el príncipe divisaba a la joven periodista en palacio. Todas las noches, no se despegaba del televisor cuando ese lindo rostro presentaba las noticias. El príncipe gris se había enamorado. ¡Corten! …o mejor dicho, rebobinemos: no es la historia del príncipe Felipe y de doña Letizia Ortiz, por si algún monárquico empezaba a emocionarse. En realidad, es una historia parecida, casi calcada. Sucedió en el País de las Maravillas, donde todo puede suceder, a contramarcha del tiempo. Soplan vientos de cambio en las infinitas pampas del reino plurinacional. Su majestad, don Evo Morales, curaca mayor de los Andes y líder espiritual de la revolución, se sentía muy solo en el trono. Estaba aburrido de los cuatro gatos (ministros) feroces que le aconsejan en las reuniones de gabinete. Necesitaba una historia idílica, plena de juventud, bella y carismática, capaz de reconquistar el corazón de sus súbditos desencantados por las promesas incumplidas y la manera autoritaria de sus políticas. Había que ganarse otra vez la simpatía del pueblo, ávido de experiencias nuevas y cansado de noticias tristes. Ya cansaba hasta el deporte nacional, de tanto repetirlo: bloquear carreteras aburre hasta a las piedras amontonadas. Hacía falta color en el cielo y calor humano para salir del estancamiento. Nada sucedía, septiembre no es un mes pródigo en fiestas folclóricas. Entonces, ¿cómo distraer a la población? La selección de fútbol ya no une a la gente ni hace ondear la tricolor. Los culebrones mexicanos sirven pero no son suficientes. No llegan grupos o artistas de renombre, ni siquiera de cumbia. La quietud desespera a la gente. Los gobernantes lo saben desde tiempos inmemoriales. Cualquier cosa vale para no tener rumiando a las multitudes. Pan y circo, la fórmula mágica escaseaba en el palacio de gobierno. Ya ni las constantes inauguraciones televisadas, aunque sea de una canchita de barrio emocionaban, ni con la presencia del amado líder. Hasta que se anunció la boda del año a los cuatro vientos.Corrieron los mensajeros con la buena nueva a todos rincones del imperio: desde las aguas frías e intensas del Titicaca a las tierras rojas y calcinantes del Mutún. Desde las orillas donde duerme el temible caimán hasta las ardientes llanuras del Chaco donde los peones arrean el ganado. El mismo presidente, allí donde iba, anunciaba la proximidad del acto solemne. “Queridos hermanos, aquí les dejo la invitación, no les faltará por lo menos un plato de ají de fideo y un vaso de chicha”, decía el príncipe feliz, mejor dicho, el vicepresidente Álvaro García Linera, cuando pasaba por un poblado minero de Cochabamba, a pocos días de su enlace matrimonial con la anunciadora de televisión. Hasta ahí todo normal. Que dos seres anuncien públicamente que se aman, no extraña a nadie. Que el vicepresidente había sido una persona terrenal, sencilla y bonachona, y que en la intimidad, cocinaba para la amada, no sorprendía tampoco (sobre todo, después del aire de hermetismo del romance). Todo estaba dado para un final de telenovela, incluidas las miradas tiernas y cómplices de los novios ante las cámaras. Por un instante, se nos partía el corazón y olvidábamos que ese personaje era el que movía verdaderamente los hilos del estado, con ese aire siniestro que le caracteriza. Cuando habla Evo Morales, la noticia puede sonar a broma. Cuando habla el vicepresidente, hay que preocuparse seriamente. He ahí la sutil diferencia.Como decíamos, los preparativos iban sobre ruedas, faltaba el salón de fiestas acostumbrado. Aquí es donde la cosa cambia, según los preceptos del Proceso de Cambio. Contratar un salón, es quizá decadente, propio de elites conservadoras con mentalidad colonial. No señor, hay que saber diferenciarse, adoptar los usos y costumbres ancestrales es lo que se estila hoy. El mundo ha sido testigo de la boda más original de los últimos tiempos. Como todo el mundo sabe, estamos haciendo historia: desde la generación de nuevas filosofías de vida, brujos convertidos en magistrados, hasta la utilización de lugares sagrados para cualquier acontecimiento social. Poco importa que se holle de forma masiva el sitio arqueológico más importante de Bolivia, a pesar de que los sabios andinos, recalquen una y otra vez, su condición sagrada, milenaria y religiosa que envuelve a las ruinas de Tiwanaku. Todo el año se restringe el acceso a los visitantes comunes, asunto por demás entendible. Todo viajero guarda silencioso respeto y distancia ante la magnitud de semejante arquitectura lítica, digna de titanes. Así ha sido siempre, aún en gobiernos abiertamente colonialistas. Pero llegó la ola del cambio, y ahora resulta que el sitio se ha convertido en una vulgar plataforma para la celebración de bodas, aunque las adornen con toda la parafernalia andina, con sacerdotes indígenas oficiando de casamenteros. Aunque parezcan bonitos los ponchos arcoíris, el traje prestado de Evo para el novio y la túnica incaica de la novia. Y de rato en rato sonasen los acordes místicos de las cornetas ancestrales de cuerno de vaca. Y el humo de los sahumerios se elevase con toda la energía cósmica de la madre tierra. Una postal para la posteridad.Eso fue a la manera ancestral, para honrar a los dioses tutelares. Al dia siguiente, domingo, faltaba honrar al dios cristiano, para congraciarse con la población mayoritariamente católica y con la jerarquía eclesiástica, a quien el vicepresidente, en numerosas oportunidades, había acusado de complicidad histórica, por decir menos, durante la colonia y los regímenes criollos. Después de todo el novio no había sido un ateo consumado tal como la población creía. O era un gesto de desprendimiento hacia la joven prometida. Por donde se lo vea, más parecía un acto muy bien elaborado, con catedral de por medio, invitados de primera fila como embajadores, ministros y alcaldes, caravanas de coches lujosos, y un público curioso apostado a la entrada del templo, muy bien acordonado por agentes de seguridad. Uno a uno, iban llegando los invitados, desde burócratas hasta reinas de belleza venidas de la cálida Santa Cruz. Llegaron los novios, cada uno por su lado como se acostumbra. Los fotógrafos tomaban instantáneas y la televisión desplegaba todos sus recursos para cubrir el evento. Parecía un show de premiación de cine, solo faltaba la alfombra roja. Pasó una hora, los novios fueron consagrados a los ojos de Dios. Salieron alborozados mientras sonaban las campanas y el pueblo extasiado los aplaudía. La joven periodista se había convertido, de facto, en Primera Dama. Como en los viejos cuentos.¡Hala!, ya tenemos nuestra propia realeza. “En Europa, a la gente le gusta las bodas de sus reyes y nobles, aquí en Bolivia, también sería muy lindo que tuviéramos algo similar”, dijo una vez un especialista en el arte de tender el mantel, protocolo y afines, en ocasión de una entrevista en la que se discutía el hecho fundamental de quién vestiría y peinaría a la novia, un secreto mejor guardado que un secreto de estado. No es que uno sea fan de estos asuntos tan banales, pero como durante estos días no se discutió -aún en programas serios- de otra cosa, uno se entera de ciertos detalles aunque sea por ósmosis.Aún más, perdonen la insistencia, a nadie le importaría la vida privada de nuestros gobernantes, siempre y cuando los gastos corrieran de sus bolsillos. Pero cuando a título de seguridad, se emplean funcionarios y bienes estatales, el significado cambia. No somos una monarquía constitucional, no somos un país mediamente rico. Aunque digan que no se gastó un solo centavo de las arcas públicas, el haber movilizado cientos de policías, vehículos oficiales, bomberos, trabajadores de televisión, y otros funcionarios del estado, demanda un presupuesto que con seguridad no ha sido costeado por padrinos. ¿Será que el viaje y estadía de doña Rigoberta Menchú, se los pagó ella misma? Menos mal que el acontecimiento fue un acto sencillo y económico como aseguraron algunos funcionarios. No quiero imaginar cómo hubiera sido uno a todo lujo y a todo vapor. Por llevarse una camioneta a su domicilio, se expone a la picota a un alcalde opositor, se le sigue juicio por uso indebido de bienes públicos y llegado el caso se le destituye. Si así fuera siempre, a callar se diría, pero no es el caso.