Revista Literatura

"LA ODISEA DE UN ESPAGUETI" - John Fante

Publicado el 26 junio 2010 por Javierserrano
(traducido por Javier Serrano Sánchez)

El relato "La Odisea de un espagueti" fue publicado en el diario The American Mercury en septiembre de 1933. Está incluido en el libro "The Wine of Youth: Selected Stories" (El vino de la juventud), publicado póstumamente en 1985. Se trata, en realidad, de una nueva edición de "Dago Red", que vió la luz en 1940, y que contiene además siete nuevos relatos. Por el momento, dicha obra no está traducida al español.
I
Colecciono pedacitos de información acerca de mi abuelo. Mi abuela me habla de él. Dice que cuando vivía era un buen hombre, cuya bondad más que admiración provocaba lástima. Tenía fama de ser un poco espagueti. Me habla de una noche, a él le gustaba sentarse en una mesa en un bar bebiendo un vaso de anís, sirviéndose él mismo. Se quedaba allí sentado como una niña mordiendo un helado de cono. Al viejo le gustaba aquella cosa verde, aquel anís. Era su pasión, a la gente le hacía gracia verlo sentado solo, porque él era un poco espagueti.
Una noche, cuenta mi abuela, mi abuelo estaba sentado en el bar, él y su anís. Un camionero borracho tropezó al pasar por las puertas giratoria, se agarró a la barra, y gritó:
"¡Muy bien! ¡Venid a cogerlas! ¡Las tengo encima!
Y allí estaba mi abuelo, sin moverse, su vieja lengua jugueteando con el anís. Todos menos él se quedaron en la barra, bebiendo el licor de camioneros. El camionero se giró. Vió a mi abuelo. Lo insultó.
"¡Tú también, espagueti!" dijo. "¡Levanta y bebe!".
Silencio. Mi abuelo se levantó. Se tambaleó sobre el suelo, pasó junto al camionero, y entonces ¡no hizo otra cosa más que atravesar las puertas giratorias y bajar a la calle cubierta de nieve! Oyó risas procedentes del bar mientras su pecho ardía. Se fue a casa de mi padre.
"¡Mamma mia!" sollozó. "Tummy Murray, me llamó espagueti".
Sangue de la Madonna!"
Con la cabeza descubierta, mi padre se precipitó calle abajo hacia el bar. Tommy Murray no estaba allí. Estaba en otro bar a media manzana de distancia, y allí lo encontró mi padre. Señaló hacia el lado del camionero y habló en voz baja. ¡A pelear! Inmediatamente sangre y pelo comenzaron a volar. Se echaron las sillas hacia atrás. Los clientes aplaudieron. Los dos hombres lucharon durante una hora. Rodaron por el suelo, pateando, maldiciendo, mordiendo. Formaban un nudo en el centro de la pista, sus cuerpos enroscados uno en torno al otro. La cabeza de mi padre, el pecho y los brazos tapaban la cara del camionero. El camionero gritó. Mi padre gruñó. Tenía el cuello rígido y temblando. El camionero volvió a gritar, y se quedó quieto. Mi padre se puso de pie y se limpió la sangre de su boca abierta con el dorso de su mano. Sobre el suelo, el camionero estaba con una oreja desprendida colgando de su cabeza. . . . Esta es la historia que mi abuela me cuenta.
Pienso en los dos hombres, mi padre y el camionero, y les imagino luchando por el suelo.
¡Chico! ¡Cómo peleaba mi padre!
Tengo una idea. Mis dos hermanos están jugando en otra habitación. Dejo a mi abuela y me voy con ellos. Están tirados en la alfombra, inclinados sobre lápices de colores y papel de dibujo. Miran hacia arriba y ven mi cara flameando con mi idea.
"¿Qué pasa?" pregunta uno.
"¡Te reto a hacer algo!"
"¿El qué?"
"¡A que me llames espagueti!"
Mi hermano menor, apenas cuatro años, salta a sus pies, y bailando arriba y abajo, grita: "¡espagueti! ¡espagueti! ¡espagueti! ¡espagueti! "
Lo miro. ¡Bah! Es demasiado pequeño. Es mi otro hermano, el mayor, el que yo quiero. Él también tiene orejas.
"Apuesto a que tienes miedo de llamarme espagueti"
Pero él intuye que estoy buscándole tres pies al gato.
"No," dice. "No quiero".
"¡Espagueti! espagueti! ¡espagueti! ¡espagueti! "-grita mi hermano pequeño.
"¡Cállate, tú, la boca!"
"No lo haré. Eres un ¡espagueti! ¡espagueti! ¡espagueti espaguetado!
La caja de lápices de colores de mi hermano mayor está en el suelo delante de su nariz. Pongo mi talón encima de la caja y la machaco contra la alfombra. Grita, apoderándose de mi pierna. Yo me aparto, y empieza a llorar.
"Ay, eso estuvo feo", dice.
"Te reto a que me llames espagueti"
"¡Espagueti!"
Le embisto, buscando su oreja. Pero mi abuela entra en la habitación blandiendo una correa de afeitar.
II

Desde el principio, escucho a mi madre utilizar las palabras espagueti y dago con un vigor que denota un violento desprecio. Las escupe hacia fuera. Saltan de sus labios. Para ella, contienen la esencia de la pobreza, la miseria, la suciedad. Si no me lavo los dientes, o cuelgo mi gorra, mi madre dice, "No hagas eso. No seas un espagueti". Así, a medida que voy adquiriendo sus valores, espagueti y dago, para mí, son sinónimos de cosas malas. Al menos ella es consecuente.
Mi padre no lo es. Está suelto con su lengua. Sus estados de ánimo crean sus juicios.
A la vez me doy cuenta de que para él espagueti y dago no tienen un significado distinto, si bien si un no italiano se las dice a la cara, al instante se considera insultado. Cristóbal Colón fue el mayor espagueti que haya vivido, dice mi padre. Caruso también. Y este tío y ese. Pero su buen amigo Peter Ladonna no sólo es un cerdo borracho, sino un espagueti por encima de todo, y por supuesto todos sus cuñados son espaguetis holgazanes.
Dice que odia a los irlandeses. Realmente no los odia, pero le gusta pensar que sí, y nos advierte a los niños contra ellos. El nombre de nuestro tendero es O'Neil. Con frecuencia y sin darse cuenta él comete errores cuando mi madre está en su tienda. Ella se queja a mi padre de las pesadas pequeñas en las carnes, y de vez en cuando de un huevo rancio.
Inmediatamente, mi padre se pone tenso, frunciendo su labio inferior. "¡Esta es la última vez que un holgazán irlandés me roba!". Y sale, va a la tienda de comestibles, con los talones retumbando.
Pronto regresa. Sonríe. Sus puños abultan con los cigarros. "De ahora en adelante," dice, "todo va a estar bien".
No me gusta el de la tienda. Mi madre me envía allí todos los días, y al instante se me corta la respiración con su saludo, "¡Hola, pequeño dago! ¿Qué quieres tomar?". Así que lo detesto, y nunca entro en su tienda si hay otros clientes, que te llamen dago delante de otros es una espantosa, casi física humillación. Mi estómago se retuerce, y me siento desnudo.
Le robo de una manera imprudente cuando el tendero se vuelve. Me encanta robarle: barras de caramelo, galletas, fruta. Cuando va a la nevera me apoyo sobre las balanzas de la carne, con ganas de romper algún muelle; apoyándome en las cestas de huevos. A veces le quito demasiado. Qué placer entonces permanecer de pie en la acera, mi apetito saciado, y tirar sus barras de caramelo, sus galletas, sus manzanas sobre los hierbajos de la calle.
"¡Maldita sea, O´Neil, no puedes llamarme dago y salirte con la tuya!
Su hija es de mi edad. Es bizca. Dos veces por semana pasa delante de nuestra casa de camino a
su clase de música. Por encima de la calle, y desde lo alto de la rama de un olmo, la veo bajar por la acera, balanceando su estuche de violín. Cuando está justo debajo de mí, me burlo de ella canturreando:
¡Marta es bizca!
¡Marta es bizca!
¡Marta es bizca!
III
A medida que crezco me entero de que los italianos utilizan Wop y Dago mucho más que los norteamericanos. Mi abuela, cuyo vocabulario en inglés se limita a los nombres más comunes, siempre los emplea para discutir con italianos. Las palabras nunca salen en voz baja, discretamente. No, salen disparadas. Hay una entonación descarada, y luego la sensación de alguien siendo insultado, pasmado.
Entro en la escuela parroquial con un miedo terrible de ser llamado espagueti. Tan pronto como descubro por qué la gente tiene esas cosas como apellidos, me rebelo contra apodos tan típicamente italianos como Bianci, Borello, Pacelli -los nombres de otros estudiantes-. Me siento gratamente aliviado por la comparación. Después de todo, creo, la gente dice que soy francés. ¿Acaso no suena francés mi nombre?
¡Claro! Así que a partir de entonces, cuando me preguntan mi nacionalidad, yo les digo que soy francés. Unos cuantos muchachos comienzan a llamarme Frenchy. Me gusta eso. Suena bien.
Es así como empiezo a odiar mi herencia. Evito a los niños y niñas italianos que intentan ser amistosos. Doy gracias a Dios por mi piel clara y mi pelo, y elijo a mis compañeros por el sonido anglosajón de sus nombres. Si el nombre de un niño es Whitney, Brown, o Smythe, entonces es mi amigo, a pesar de estar siempre un poco atemorizado cuando estoy con él, pues podría descubrirme. A la hora de la comida me abrazo a mi gigantesco almuerzo, mi madre no envuelve mis bocadillos con papel de cera, y los hace demasiado grandes, y sobresalen las hojas de lechuga. Peor aun, el pan es casero, ni pan de panadería, ni pan "americano". Armo un escándalo tremendo porque no puedo tener mayonesa y otras cosas "americanas".
El párroco es un buen amigo de mi padre. Viene paseando por los terrenos de la escuela, viendo a los niños jugar. Me llama y me pregunta por mi padre, y entonces él me dice que debería estar orgulloso de estar aprendiendo cosas de mis grandes compatriotas, Colón, Vespucio, Juan Cabot.
Habla en voz alta, chistoso. Los estudiantes se reúnen alrededor de nosotros, escuchando, y me muerdo los labios, deseando que Jesús lo haga callar y largarme.
De vez en cuando oigo hablar de un tal Dante. Pero cuando me entero de que era italiano le odio como si estuviera vivo y caminando por la clase, señalándome con el dedo. Un día me encuentro su imagen en un diccionario. La miro y me digo que nunca he visto un hijo de puta más feo.
Cierto día, los estudiantes estamos en la pizarra, y una chica italiana de mirada lánguida, a la que odio pero que insiste en que soy su novio, está a mi lado. Tiembla y se arrastra, inquieta, de puntillas, sonriéndome estúpidamente. La desprecio y me doy la vuelta, alejándome de ella todo lo lejos que puedo.
La monja ve el amplio espacio que nos separa y me dice que me acerque a la chica. Lo hago, y la
muchacha se aleja, aproximándose al estudiante del otro lado.
Entonces echo un vistazo a mis pies, estoy sobre una mancha húmeda que se extiende. Miro rápidamente a la muchacha, y ella inclina su cabeza y me mira implorando que me sienta culpable por ella. Llamamos la atención de los demás, y la clase entera estalla en risitas. Aparece la monja. Creo que otra vez me he metido en un lío, pero ella me coge y murmura que debería haber levantado dos dedos y por supuesto tendría que haber sido autorizado para abandonar la clase. Pero, dice, ahora ya no hace falta, lo que tengo que hacer es salir y traer la fregona. Lo hago, y en medio de la histeria estoy seguro de que sólo una niña espagueti, recién salida de una casa espagueti, habría podido hacer algo como esto.
¡Oh, espagueti! ¡Oh, Dago! Me molestas incluso cuando duermo. Sueño con defenderme de los torturadores. Un día me entero por mi madre que mi padre estuvo en Argentina en su juventud, y vivió en Buenos Aires durante dos años. Mi madre me habla de sus experiencias allí, y pienso todo el día en ellas, incluso a la hora de irme a dormir. Esa noche me despierto sobresaltado. En la oscuridad, voy a tientas hasta la habitación de mi madre. Mi padre duerme a su lado. La despierto con cuidado para no despertarle a él.
Le susurro, "¿Estás segura de que papá no nació en Argentina?"
"No. Tu padre nació en Italia."
Me vuelvo a la cama, desconsolado y disgustado.
IV
Durante un partido de béisbol en el recinto escolar, un muchacho que juega en el equipo contrario empieza a ridiculizar mi forma de batear. Es la novena entrada, y no hago caso de sus burlas. Estamos perdiendo el partido, pero si yo puede enganchar una bola nuestras posibilidades de ganar son bastante grandes. Estoy decidido a hacerlo, y me enfrento al pitcher con confianza. El verdugo me ve en el plate.
"¡Ho! ¡Ho!", grita. "¡Mirad quién está ahí!"
"El espagueti. ¡Vamos a eliminar al espagueti!"
Esta es la primera vez que alguien en la escuela me ha escupido esa palabra, y estoy tan enojado que me hago eliminar tontamente. Peleamos después del partido, este chico y yo, y le obligo a retirarlo.
Ahora, los días de escuela se convierten en días de lucha. Casi todas las tardes a las 3:15 una multitud se reúne para verme hacerle a un tío que lo retire. Esto es divertido, estoy consiguiendo un lugar ahora, así que ¡vamos, chicos, os animo a llamarme espagueti! Cuando por fin no hay más niños que se atrevan, me llegan insultos de oídas, y busco a los culpables. Recorro, chulito, los pasillos. Los más pequeños me admiran. "¡Aquí viene!" dicen, y miran y miran. Mis dos hermanos menores van a la misma escuela, y el más pequeño, un mocoso de siete años, me trae a sus amigos que me piden que me suba la manga y les muestre mis músculos. Aquí están, muchachos. Mirad mi cuerpo.
Mi hermano cuenta en casa las hazañas de mis batallas. Mi padre escucha con atención y yo aguardo por si hay que aclarar algún detalle. ¡Días tristemente felices! Mi padre me da consejos, cómo sostener mi puño, cómo proteger mi cabeza. Mi madre, demasiado escandalizada como para oir más, aprieta sus sienes y cierra sus ojos y abandona la habitación.
Me siento nervioso cuando traigo amigos a casa, el lugar parece tan italiano. Una foto de Víctor Manuel colgando por aquí, otra de la catedral de Milán por allá, y al lado, una de San Pedro, y sobre el escritorio reposa una jarra de vino de diseño medieval, siempre llena, siempre roja y brillante con vino. Estas cosas, reliquias familiares de mi padre, no importa quién venga a nuestra casa, a él le gusta ponerse junto a ellas y presumir.
Así que empiezo a gritarle. Le digo que deje de ser un espagueti y que sea un americano de vez en cuando. Inmediatamente coge su correa de afeitar y el infierno entero me persigue, golpeándome de una habitación a otra y finalmente por fuera de la puerta trasera. Entro en la leñera, y bajo mis pantalones y estiro el cuello para examinar los moratones en mi trasero. ¡Un espagueti! ¡eso es lo que es mi padre!
En ninguna parte hay un padre americano que pegue a su hijo así. En fin, no va a conseguir salirse con la suya, algún día voy a vengarme de él.
Empiezo a pensar que mi abuela es irremediablemente una espagueti. Es pequeña, una campesina rechoncha que camina con sus muñecas cruzados sobre el vientre, una simple señora vieja cariñosa con los chicos. Viene a la habitación y trata de hablar con mis amigos. Habla inglés con un acento pésimo, sus vocales salen como aros. Cuando, a su manera simple, se enfrenta a un amigo mío y le dice, con sus viejos ojos sonrientes, "¿Tú gusta ir a la scola Seester?" mi corazón ruge. ¡Mannaggia! Soy un desgraciado, ahora todos saben que soy italiano.
Mi abuela me ha enseñado a hablar su lengua materna. A los siete años, lo domino perfectamente, y siempre que hablo con ella lo hago en italiano. Pero cuando mis amigos están conmigo, a los doce o trece años, intento no hacer caso a lo que ella dice, y a mis amigos, sonrisa falsa, ni se les pasa por la cabeza la posibilidad de que yo pueda hablar otra lengua que no sea el inglés. A veces, esto le enfurece. Se enoja entonces y blasfema con grandes palabrotas.
V
Cuando termino en la escuela parroquial mi familia decide enviarme a una academia jesuita en otra ciudad. Mi padre me acompaña el primer día. Cincelada en el frontal que bordea el tejado del edificio principal de la academia está la inscripción latina: Religioni et Bonis Artibus. Mi padre y yo permacenemos a cierta distancia. Lo lee en voz alta y me dice lo que significa.
Levanto la vista hacia él con asombro. ¿Es este hombre mi padre? ¡Miradlo, escuchadlo! ¡Lee
con acento italiano! Lleva un bigote italiano. No me había dado cuenta hasta este momento, pero es clavadito a un espagueti. Su traje cuelga descuidadamente formando arrugas. ¿Por qué diablos no se compra uno nuevo? ¡Y mirad su corbata! Está torcida. Y sus zapatos: necesitan un abrillantado. ¡Y por el amor del Señor, fijaos en sus pantalones! Ni siquiera están abotonados por delante.
Y oh, maldición, maldición, maldición, véis esos tirantes viejos y sucios que ya no tirarán jamás.
Dígame, señor, ¿es usted realmente mi padre? Usted, el de ahí, ¿por qué es usted un tipo tan pequeño, tan enano, un tío tan avejentado? Es usted exactamente igual que uno de esos inmigrantes que llevan una manta. ¡Usted no puede ser mi padre! ¿Por qué?, pensé. . . Siempre he pensado. . .
Estoy llorando ahora, es la primera vez que lloro por algo que no sea una paliza, y estoy contento de que él no esté llorando también. Me alegro de que sea tan duro como es, y de que nos despidamos rápidamente, y de que baje por el sendero rápidamente, y no me doy la vuelta para mirar atrás, porque sé que él está allí, de pie y mirándome.
Entro en el edificio de administración y hago la cola junto a chicos desconocidos que también esperan para registrarse en el curso de otoño. Hay algunos muchachos italianos entre ellos. Estoy lejos de casa, y siento a los italianos. Nos miramos unos a otros y nuestros ojos se encuentran en una amalgama irresistible, una efusiva consanguinidad; aparto la mirada.
Un fornido jesuita se levanta de su silla, detrás del escritorio, y se me presenta. ¡Qué voz para un hombre! Hay una docena de tormentas eléctricas en su pecho. Me pregunta mi nombre, y lo anota en una pequeña tarjeta.
"¿Nacionalidad?" ruge.
"Americano".
"¿Nombre de su padre?"
Susurro, "Luigi".
"¿Cómo? Deletréelo. Hable más fuerte."
Toso. Me toco los labios con el dorso de mi mano y deletreo el nombre.
"¡Ja!" grita el registrador. "¡Todavía siguen viniendo! ¡Otro espagueti! Bueno, jovencito, ¡usted estará aquí como en casa! ¡Sí, señor! ¡Hay muchos wops aquí! ¡Hasta tenemos kikes! ¡Y, sabe, este lugar apesta a irlandés miserable!"
¡Dio! ¡Cómo odio a ese sacerdote!
Y continúa: "¿Dónde nació su padre?"
"Buenos Aires, Argentina."
"¿Su madre?"
Por fin puedo gritar con el gusto de la verdad.
"¡Chi-ca-goo!" Sí, como si fuera un revisor.
Como por casualidad, él pregunta: "¿Habla usted italiano?"
"¡No! Ni una palabra."
"Pues muy mal", dice.
"¡Chiflado!", pienso.
VI
Ese semestre me dedico a servir mesas para sufragar mis gastos de matrícula. Problemas venideros; el chef y sus ayudantes en la cocina son todos italianos. Ellos también saben que soy del gremio. No hago caso a las propuestas amistosas del chef, lo odio desde el principio. Él entiende por qué, y así nos convertimos en enemigos.
Cada palabra que él utiliza tiene un cuchillo dentro. Sus comentarios me cortan en pedazos. Después de dos meses no soporto ya estar en la cocina, por lo que escribo una larga carta a mi madre, estoy perdiendo peso, escribo; si no me permites dejar este trabajo, enfermaré y suspenderé mis exámenes. Me envía algo de dinero y me dice que lo deje de una vez, oh, lo siento mucho, hijo mío, no imaginaba que sería tan duro para ti.
Decido trabajar sólo una noche más, servir mesas sólo una comida más. Esa noche,
después de la cena, cuando en la cocina no hay nadie más que el cocinero y sus asistentes, me quito el delantal y me dirijo hacia él, mirándolo fijamente. Es el momento. Dos
meses esperando este momento. Hay un cuchillo clavado en la tabla de cortar. Lo cojo, sin dejar de mirar. Quiero hacerle daño, arreglar cuentas.
Él me ve y dice, "¡Fuera de aquí, espagueti!"
Un ayudante grita: "¡Cuidado, tiene un cuchillo!"
"No irás a lanzarlo, espagueti", dice el cocinero. No pensaba hacerlo, pero es decirme eso y se lo tiro. Vuela por encima de su cabeza y choca contra la pared y cae con estrépito en el suelo. Él lo recoge y me persigue fuera de la cocina. Corro, dando gracias a Dios por no haberle dado.
Ese año el equipo de fútbol está compuesto por chavales irlandeses e italianos. Los de la línea de ataque son irlandeses, y en el backfield estamos cuatro italianos. Tenemos un buen equipo y ganamos muchos partidos, y mis compañeros son excelentes jugadores que no son nada egoístas y trabajan juntos como un solo hombre. Pero odio a mis tres compañeros del backfield, por culpa de nuestra nacionalidad, parecemos ridículos. El equipo me nombra capitán, y hago señales y me ocupo de que mis compañeros italianos en el backfield hagan la menor puntuación posible. Domino el juego.
La revista de la escuela y las páginas deportivas de la ciudad comienzan a referirse a nosotros como las Maravillas espagueti. Creo que se trata de un insulto. Una tarde, al final de un partido importante, varios estudiantes abandonan la tribuna principal y se juntan en un extremo del campo, para improvisar algunos gritos. Dan tres hurras por las Maravillas espagueti.
Eso me pone enfermo. Puedo sentir el movimiento de mi estómago, y después de ese partido devuelvo mi uniforme y abandono el equipo.
Soy un mal latinista. Me desagrada esa lengua, no estudio, y por eso suspendo mis exámenes habitualmente. Un estudiante viene y me dice que si sigo su consejo es posible quitar el Latín de mi currículum, basta con no aprobar a posta los próximos exámenes, desgracidamente no pasar. Si hago esto, dice, los jesuitas se rendirán ante mi torpeza y me permitirán abandonar la lengua.
Es un consejo cabal. Lo llevo a cabo. Pero los jesuitas no son tontos. Se dan cuenta de lo que estoy haciendo, y se ríen y me dicen que no soy lo suficientemente listo como para engañarles, y que tengo que seguir estudiando Latín, no importa si me lleva veinte años aprobar. Peor aun, doblan mis tareas y me paso el tiempo de recreo con la sintaxis latina. Antes de los exámenes de mi primer año el jesuita que me instruye me llama a su habitación y dice:
"Para mí es un misterio que un italiano de pura sangre como usted tenga problemas con el Latín. La lengua está en su sangre, y créame, es usted un maldito y pobre espagueti "
¡Abbastanzia! Subo las escaleras y atranco la puerta y me siento con mi libro delante de mí, mi libro de Latín, y estudio como un salvaje, llorando desconsoladamente sobre mis cosas hasta que, ¡oh! ¿Qué es esto? ¿Qué hago yo estudiando aquí? Efectivamente, es muy parecido al italiano que mi abuela me enseñó hace ya tanto tiempo - este Latín no es tan difícil, después de todo-. Apruebo el examen. Lo hago con tan buena nota que mi instructor cree que hay truco.
Dos semanas antes de mi graduación me pongo enfermo y voy a la enfermería y me quedo allí en cuarentena. Me tumbo en la cama y alimento mis rencores. Me muerdo los pulgares y pienso en viejos agravios. Tengo mucha fiebre, y no puedo dormir. Pienso en el director. Él era mi mejor amigo durante mis dos primeros años en la escuela, pero en mi tercer año, el año pasado, fue trasladado a otra escuela de la provincia. Me acuesto en la cama pensando en el día en que nos encontremos de nuevo en este último año. Nos volvimos a ver de nuevo a su vuelta en septiembre, en el despacho del director. Saludó a los muchachos, a unos y a otros, y luego se volvió hacia mí y dijo:
"¡Y usted, el espagueti! Todavía está con nosotros.
Viniendo de la boca de un sacerdote, la palabra tenía un poco delicado sonido que me sacudió todo el cuerpo. Sentí la mirada de todos, y oí una risita. ¡Conque así son las cosas! Me acuesto pensando en el sacerdote y ahora se ríe.
De repente salto de la cama, rompo la solapa de un libro, encuentro un lápiz y escribo una nota al sacerdote. Escribo: "Querido Padre: No he olvidado su insulto. Usted me llamó espagueti el último septiembre. Si no se disculpa de inmediato va a tener problemas". Llamo al hermano encargado de la enfermería y le digo que entregue la nota al sacerdote.
Después de un rato escucho los pasos del sacerdote subiendo por la escalera. Llega a la puerta de mi cuarto, la abre, me mira durante un buen rato, sin hablar, sólo mirando de una manera quejumbrosa. Espero que entre y se disculpe, éste es un gran momento para mí. Pero cierra la puerta en silencio y se aleja. Estoy asombrado. ¡Un doble insulto!
Héme aquí de nuevo en la noche de graduación. Sobre la tribuna el director hace un discurso y luego comienza a repartir los diplomas. Se supone que debemos decir: "Gracias," cuando nos lo dé. Así que gracias, y gracias, y gracias, dice todo el mundo cuando le llega su turno. Pero cuando me da el mío, miro hacia él directamente, sin decir nada, y desde ese día nunca más volvemos a hablarnos.
El siguiente septiembre ingreso en la universidad.
"¿Dónde nació su padre?" pregunta el secretario.
"Buenos Aires, Argentina."
Claro, eso es todo. El mismo tema, con variaciones.
VII
El tiempo pasa, y también los días de clase.
Estoy sentado en un muro de la plaza, mirando una fiesta mexicana que pasa por la calle. Un hombre viene y se encarama en la pared junto a mí, y me pregunta si tengo un cigarrillo. Tengo, y mientras enciende el cigarrillo, charla conmigo, y hablamos de cosas sin importancia hasta que la fiesta se termina.
Bajamos de la pared, y sin dejar de hablar, caminamos por los bajos fondos de Los Ángeles. El tipo necesita un afeitado y la ropa no es de su talla, está claro que se trata de un vago.
Dice una mentira detrás de otra, y encima no las cuenta bien. Pero estoy solo en esta ciudad, y soy un gran escuchador.
Entramos en un restaurante para tomar un café. Su tono ahora se vuelve confidencial. Ha vagabundeado desde Chicago a Los Angeles, y ha venido en busca de su hermana, tiene su dirección, pero ella no está, y durante dos semanas la ha estado buscando en vano. Habla y habla de esta hermana, parece un buitre volando en círculos sobre ella, dándome a entender que debería hacer algunas preguntas sobre ella. Quiere que sea yo quien encienda la mecha que mostrará sus sentimientos.
Así que pregunto: "¿Está casada?"
Y entonces él se lanza a despotricar contra ella. Incluso si la encontrase, no viviría con ella.
¿Qué clase de hermana es ésa que le deja marchar por las calles sin un centavo en el bolsillo, y eso que está casada con un hombre que tiene mucho dinero y que podría darle un trabajo? Cree que ella le ha dado deliberadamente una dirección falsa para que no la encuentre, y cuando le ponga las manos encima le va a retorcer el cuello. Al final, después de haberla despellejado por completo, hace exactamente lo que yo creo que va a hacer.
Pregunta: "¿Tienes una hermana?"
Le digo que sí, y él espera que le de mi opinión sobre ella, sin resultado.
Nos encontramos de nuevo una semana más tarde.
Ha encontrado a su hermana. Ahora comienza a alabarla. Ella ha convencido a su marido para darle un trabajo, y mañana va a trabajar como camarero en el restaurante de su cuñado. Me da la dirección, pero no pongo atención en ello aparte del hecho de que debe de estar en algún lugar del Barrio Italiano.
Y así es, y por una extraña coincidencia me entero que su cuñado, Rocco Saccone, es un viejo amigo de mi familia y un paesano de mi padre. Una noche, dos semanas más tarde, estoy en el local de Rocco. Rocco y yo estamos hablando en italiano cuando el hombre que me encontré en la plaza sale de la cocina, con un delantal sobre sus piernas. Rocco le llama y él se acerca, y Rocco lo presenta como su cuñado de Chicago. Nos damos la mano.
"Nos hemos visto antes", le digo, pero el hombre de la plaza no parece querer que esto se sepa, conque suelta mi mano rápidamente y se va detrás del mostrador, fingiendo estar ocupado. ¡Oh, como puedes comprobar, está mintiendo!'
En voz alta, Rocco me dice: "Ese hombre es un cobarde. Se avergüenza de su propia sangre". Se vuelve hacia el hombre de la plaza.
"¿No es usted?"
"Ah, ¿sí? " dice con desdén el hombre de la plaza.
"¿Qué quieres decir -está avergonzado-?
"¿Qué quieres decir?"
"Avergonzado de ser un italiano", dice Rocco.
"Ah, ¿sí? " dice el hombre de la plaza.
"Eso es todo lo que sabe", dice Rocco. "Ah, ¿sí? Eso es todo lo que sabe. Ah, ¿sí? Ah, ¿sí? ¡Ah, ¿si? Eso es todo lo que sabe"
"Ah, ¿sí? " dice una vez más el hombre de la plaza.
"Yah", dice Rocco, con la cara azul. "¡Animale codardo!"
El hombre de la plaza me mira con las cejas arqueadas, y él no lo sabe, permanece de pie allí con sus negros, ojos líquidos, no sabe que es tan bueno como un dios en su delantal de camarero; porque es de hecho un dios, un hacedor de milagros, no, él no sabe, nadie lo sabe; siempre lo mismo, él es de ese tipo de personas. Estando allí de pie, mirándole, me siento como mi abuelo y mi padre y el cocinero jesuita y Rocco, parece que he vuelto a casa, y me sorprende que este retorno, que de alguna manera siempre se espera, fuera a ocurrir tan silenciosamente, sin trompetas y truenos.
"Si yo fuera tú, me desharía de él", le digo a Rocco.
"Ah, ¿sí?" vuelve a decir el hombre de la plaza.
Me gustaría pegarle. Pero eso no servirá de nada. No tiene sentido dar una paliza a tu propio cadáver.
NOTAS:
DAGO, ESPAGUETI, WOP: En Estados Unidos, formas despectivas de llamar a los emigrantes italianos. "Wop" deriva del napolitano "guappo".KIKE: Modo despectivo para referirse a los judíos.

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