Revista Literatura

La oportunidad

Publicado el 18 enero 2015 por Netomancia @netomancia
La luciérnaga vuela en espiral, esa gran curva sin fin. Despliega su andar sin importarle el viento ni la muerte. La noche se vuelve cómplice sin otro esmero que el de estar. Una danza que no lo es, una sombra cuya luz apaga y enciende a capricho, surcando la oscuridad, dejando una estela que a nadie le ha de importar.
Pero de todos modos él está para observarla parado al lado de la ventana. Hace una hora que tomó su turno en el hospital, pero aún deambula por los pasillos enfundado con su bata celeste propia de los enfermeros. No quiere asumir su responsabilidad, al menos de momento no desea hacerlo. Apenas si ha podido dormir. Jornadas largas, descanso imposible. El resultado era el reflejo en aquella ventana, con las últimas palpitaciones de la noche antes de cederle su lugar al amanecer.
El vuelo de la luciérnaga se perdió entre árboles altos aunque él permaneció de pie ante el vidrio contemplando el exterior. A lo lejos divisaría pronto esa línea de fuego alzándose que luego, como por arte de magia, convertiría lo oscuro en luz. Uno de los pocos milagros en los que creía.
Los pasos apurados en el pasillo delatan una urgencia. El sonido de las ruedas de una camilla, el murmullo acelerado de voces conocidas, las puertas de vaivén que se cierran con la misma fuerza que fueron desplazadas para abrir el camino. Todo es urgencia allí. Sobre todo en las horas últimas de la noche.
Con cuántas ganas hubiese dejado el uniforme sobre una silla y caminado hacia la salida. La parada del colectivo estaba en la esquina misma. Podría esperar uno y estar en un rato en su casa. O bien, hacer el recorrido largo, a pie. Disfrutar la mañana, el aire aún no tan viciado de la ciudad, el contacto con el día naciendo. Con cuántas ganas uno haría las cosas si no existiese la responsabilidad.
Alguien corre en dirección contraria por el pasillo, pero se detiene en la puerta y lo exhorta por el nombre a ir a la sala de urgencias. Todo es urgencia allí. La persona sigue corriendo y él finalmente rompe el letargo y marcha hacia donde le ordenaron. Al fin de cuentas de qué sirve presenciar el amanecer si no se tiene a nadie a quien abrazar en ese preciso momento.
El lugar al que llega es el infierno mismo. Médicos gritando, enfermeros corriendo y un cuerpo sobre una camilla. Alguien juguetea con el más allá. Pero esa gente quiere impedirlo. De pronto, se convierte en uno más.
Recién a los cinco minutos de estar allí entiende que es una joven la que está tendida sobre la camilla. Está grave, en una especie de shock. Según el médico, a causa de una hipotermia. Las marcas en los brazos indican además que existe una consecuencia debido al abuso de drogas.
- No es lo que consumió - dictamina el médico principal, buscando algo en los ojos de la muchacha - Si no lo que no.
Un cuadro de abstinencia, sumado a precarias condiciones de vida, mala alimentación, una noche a la intemperie.
Sobre una silla han dejado las pocas pertenencias de la chica al momento de ser encontrada. Una campera de hilo con grandes bolsillos, una vincha y un celular tan viejo y golpeado como su alma, joven de años, marchita de dolor.
Durante media hora luchan denodadamente por estabilizarla. El ritmo cardíaco, la temperatura, se convierten en las preocupaciones principales. El infierno es así. Una batalla constante. ¿Bien contra el mal? No, nunca es así. Siempre es contra la muerte. La única lucha es por sobrevivir. Por respirar un segundo más.
Finalmente los signos vitales responden dentro de los parámetros que bien podrían señalarse como normales. No hay sonrisas entre los médicos y enfermeros. Solo el saber que se ha cumplido con el deber. Apenas crucen la puerta habrá otras guerras que pelear. Y nadie puede permitirse el lujo de relajarse. La muerte puede estar disfrazada de la menor distracción.
Solo queda él en la habitación. Quedan cosas por hacer, pero la urgencia mayor ha pasado. Ahora es su turno, el de controlar el suero, los antibióticos, medir la temperatura, asegurarse que todo esté bien para la paciente y luego retomar el pasillo, las demás puertas, los otros infiernos. Como cada día a lo largo de jornadas extenuantes.
Algo hace ruido en su interior. No es la cercanía de la muerte, ni el sufrimiento de esa joven en la camilla. El día anterior había pensado en renunciar. El dolor se le hacía una montaña difícil de escalar. Y como frutilla del postre, algo que nunca había hecho, aquella llamada en el colectivo...
¿Cómo se le pudo haber ocurrido llamar a un número escrito en el asiento? Había pensado en la tal Alejandra, en aquel "si" al preguntar por ella, la catarata de insultos, el dolor que sin entender la razón había consumado. Si entender o sin querer hacerlo. Nadie llama a otro por el gratuito placer de degradarlo y eso había hecho él. ¿Había pensado que el dolor se puede trocar por otra cosa?
No había dormido pensando en ello. El teléfono llamando una y otra vez, pero con el sonido desactivado, sobre la mesa de luz. Hasta que en un punto de la noche, había dejado de insistir. ¿Qué cosas tenía para decirle la tal Alejandra? ¿Cuántos insultos más caben en una persona?
El pulso de la chica estaba bien. Sus ojos seguían dilatados pero debido a la medicación suministrada seguiría durmiendo unas horas más. Se quedó mirando ese rostro que nada tenía de joven a pesar de la edad. Las marcas de la vida, pero presentes mucho antes de lo que correspondía. ¿Podía quejarse de su existencia cuando delante tenía casos extremos como los de esa muchacha? Claro que podía. Cada uno tenía sus propios infiernos. Aunque le preocupaba uno en especial. El de la tal Alejandra. La "zorra".
Aún podía llamarla. Ser más cauteloso esta vez. Pedir perdón para comenzar. Aunque quizá ella esperara esa oportunidad para seguir insultándolo. No podía saberlo. De la misma manera, no podía seguir pensando en el asunto. Debía encontrarle una solución.
Miró la hora y aún era temprano. Podía estar durmiendo o trabajando. Al pensar en el término "trabajar" no pudo ocultar de su mente una imagen de una Alejandra encendida en la cama con un cliente. ¿Y si no lo era? ¿Si aquella anotación en el asiento era fruto de una persona que no la quería? Era lo más probable. Por eso su reacción, el ataque verbal. ¿Quién podía creerse él para juzgar a otra persona? ¿Acaso no había aprendido en su profesión que se atendía a todos por igual, sin importar condición, raza o religión?
- Alejandra - murmuró.
Volvió a mirar a la joven. El brazo sobresalía por debajo de la sábana. Las marchas indicaban una fuerte adicción. Se lamentó por ello. ¿Cómo se llamaría ella? No había documentación entre sus pertenencias. Seguramente el hospital estaba haciendo ya las averiguaciones correspondientes. Pero no era un interés burocrático el suyo, sino real.
Buscó el celular en el bolsillo de su pantalón. Le había puesto nombre al número que tantas había llamado por la noche. Lo había hecho durante el trayecto al hospital en colectivo. Era el primero en su libreta de contactos. Alejandra, a secas.
Dudó un par de minutos, con el dedo separado dos milímetros por encima del botón de llamada y los ojos puestos en el monitor que mostraba los signos vitales de la joven inducida al descanso en la camilla a escasos metros de dónde permanecía de pie.
Estuvo a punto de no llamar, pero en el último instante presionó el botón. Se llevó el celular al oído y se preparó la escuchar como se producía la llamada, con esa melodía monótona, sinónimo de espera.
Escuchó el primer eco sonoro y luego otro sonido, más cercano, una melodía suave, inesperada. Una musiquilla cargada de dolor e inseguridad, desprovista de felicidad. Al levantar la vista vio además la luz. La pantalla del celular de la joven sin nombre estaba sonando.
Se apresuró por llevar su dedo al botón de "colgar" en su teléfono, para atender esa llamada pero se detuvo a tiempo. Prolongó la suya, la que estaba haciendo, para corroborar que el otro seguía llamando. Solo cuando el buzón de voz tomó la llamada y él cortó, la melodía que envolvía la habitación cesó.
Su cuerpo se paralizó. No hacía falta volver a marcar. Supo que temblaba casi de inmediato, incluso antes de tomar la mano de aquella frágil Alejandra, que ahora cobraba vida y dejaba de ser un nombre escrito con borratinta blanco en la parte de atrás de un asiento de ómnibus. Vida que casi se extingue, una hora antes. Rostro demacrado por la vida, arrugas en un cuerpo joven, marcas indelebles en sus brazos, difíciles de olvidar por esa mente adormecida cuyo destino no ha sido el mejor, sin duda alguna. Y su llamada... solo Dios sabe en qué momento llegó.
La tiene ahora delante, podría pedirle perdón, pero ella no lo escucharía. Descansa tras haber estado en el borde mismo de la muerte. Como quizá lo ha estado antes, como lo estará muchas veces más. Pero esta ocasión es especial, es la que él está presenciando. Es la que forma parte de su vida de manera accidental.
Pedir perdón y escuchar. Elegir las palabras, buscar la manera, ubicarse en el mundo. Misiones de todos los días que pocos desean encarar. Las existencias vacías, los sufrimientos invisibles, los mártires en movimiento que el mismo ser humano crea para evitar las verdaderas confrontaciones que exige el destino.
Alejandra duerme en aquella camilla mientras él la observa, esperando con temor el momento en que despierte. Así se irá el día, lentamente. No sabe que resultará de su confesión, pero tampoco le importa. ¿Qué son las oportunidades? Esos instantes es los que uno decide qué camino tomar. Y él, que a veces desconocía el trayecto diario creyendo haberse pasado cuando aún no había llegado a destino, veía por primera vez con claridad la presencia de una oportunidad. En medio del infierno, una luz. En medio de la batalla, un alto al fuego. En el bosque, un camino.
Su ignorancia, el padecimiento de ella. La confusión y ese anhelo de todos, de encontrar el sentido, la verdad, la razón por la cuál cada día debemos abrir los ojos y respirar.

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