La otra gran novela sobre Gdansk

Publicado el 05 mayo 2014 por Ninyovampiro @ninyovampiro

Después de leer este libro, me paseé por google, como es mi costumbre, a ver qué decían de él críticos y blogueros. Tratándose de una novela polaca, no esperaba un torrente de entradas, pero tampoco imaginaba que de un libro tan bueno como éste, publicado por Acantilado hace nueve años, no iba a encontrar nada, cero, rien de rien, aparte de los sospechosos habituales que se limitan a repetir el consabido texto de contraportada. Se me ocurrió entonces que podría titular la entrada Un libro que nadie ha leído, título que deseché inmediatamente por considerarlo demasiado presuntuoso. Al fin y al cabo, todavía quedan por ahí algunos de esos románticos, lectores puros, que se resisten a reseñar en internet todo lo que leen. Así que me pregunté si no sería más honesto el título Un libro que nadie ha reseñado, pero creo que un título tan soporífero no haría ninguna justicia al libro. También consideré por unos momentos algo como La soledad del autor polaco, que reflejara la tremenda, aunque habitual, injusticia que sufren, salvo excepciones, los autores en determinadas lenguas. Pero al final, dado que, en mi opinión, se trata, a pesar de sus imperfecciones, de una gran novela y que sucede en Gdansk, pues le he dado el título que veis arriba. (La primera es, naturalmente, la archiconocida El tambor de hojalata).
Durante mucho tiempo, el nombre de la ciudad de Gdansk no me traía a la mente más que el rostro afable de Lech Walesa, el líder sindical que puso en marcha el sindicato Solidaridad, aquél que, con la ayuda de la historia, consiguió acabar con la dictadura comunista del general Jaruzelski. Esa asociación de la ciudad con su figura pública más relevante de los últimos años se vio confirmada en la visita que realicé a Gdansk hace casi quince años. Ahí, aparte del Museo de Solidaridad, un lugar fascinante para acercarse a la épica batalla iniciada por los trabajadores del Astillero Lenin contra el gobierno comunista, nos encontramos, por ejemplo, con una iglesia cuyas imágenes del Cristo cargando con la cruz mostraban no el conocido rostro esbelto, bien perfilado, de barba y largos cabellos al que estamos acostumbrados, sino la cara redonda y campechana del líder sindical.
Soldados alemanes ocupando la península de Westerplatte
Pero aparte de poner en marcha la caída del comunismo en Europa, Gdansk también es conocida por sus vaivenes a lo largo de la historia y, más recientemente, en el s. XX. Al acabar la I Guerra Mundial, en virtud del Tratado de Versalles, Gdansk se convirtió en una ciudad-estado prácticamente independiente, de población mayoritariamente alemana, llamada Ciudad Libre de Danzig. Esta situación fue aprovechada por Hitler, que la incluyó en su intolerable lista de agravios. Así, a base de alentar la tensión entre la ciudad y Polonia, que la rodeaba, el Partido Nazi de Danzig consiguió en 1933 el 50% de los votos. Por ello no es de extrañar que fuera en Danzig donde las tropas alemanas dieron comienzo a la invasión de Polonia. De hecho, hay otro museo, muy pequeñito pero también interesantísimo, situado, si no recuerdo mal, en la antigua fortificación de Westerplatte, que es donde los alemanes abrieron fuego contra el ejército polaco, dando así comienzo a la 2ª Guerra Mundial.
Casi cinco años después de aquella funesta fecha, a una Danzig prácticamente en ruinas tras los bombardeos aliados y soviéticos, llegaba el Ejército Rojo y, con éste, la expulsión de los alemanes. Pero esa expulsión no se limitó a los militares, sino que se extendió a todos los ciudadanos de origen alemán, que se vieron obligados a volver a una Alemania no menos ruinosa, y a ver cómo sus casas eran inmediatamente ocupadas por ciudadanos polacos. Éste es el telón de fondo en el que transcurre la acción, poquita, de El doctor Hanemann.

La historia comienza, pues, en 1945, pero, Piotr, el narrador, nos tendrá que referir aquellos acontecimientos de oídas, dado que todavía no había nacido. Desde la primera línea Piotr nos mete de lleno en un ajo repleto de nombres, marcas, calles y, en fin, tantas referencias a lo que vendrá después que en las primeras páginas el lector se siente tan perdido como el propio doctor Hanemann, ciudadano alemán, en aquella ciudad que cada día se le hacía más hostil.
Hanemann es un médico forense que un día se encuentra con el cadáver de su amante sobre la mesa de autopsias. Esta tragedia personal coincide con la ya mencionada evacuación de la ciudad por parte de los alemanes. Incapaz de sobreponerse al dolor y, en apariencia, indiferente a su destino, Hanemann decide quedarse en lo que ayer era Danzig y hoy es Gdansk, una ciudad donde no sólo las personas, sino también los nombres y objetos conocidos son progresivamente desplazados por los recién llegados, desintegrando así paulatinamente la memoria colectiva y haciendo de Gdansk una ciudad medio fantasmal.
Porque ahora que ya no existes darías lo que fuera para volver a sentir con las yemas de los dedos, aunque fuera por un instante, la quemazón -¿recuerdas?- de una taza de café Eduscho que desprendía tanto calor que te mordiste el labio, porque ahora, en las profundidades de un lugar cercano a Bornholm, allí donde el Bernhoff, un gran buque que navegaba entre Danzig y Hamburgo, se había ido a pique en medio del frío, yace sobre la arena grisácea un manojo de falanges radiales frágiles como os huesecillos de un pñajaro, tu pequeña mano estampada en la arena...

Un día, suponemos que mucho más tarde, puesto que Piotr es testigo de ello con sus propios ojos, aparece Hanka. Hanka es una mujer ucraniana que, con su aire misterioso y salvaje, parece surgida de un mundo de espesos bosques llenos de lobos y urogallos, y cuyo sufrimiento durante la guerra sólo podemos imaginar. También hace su aparición Adam, un niño sordomudo que establece una estrecha relación con Piotr, a punto de entrar en la adolescencia. Todo ello sucede mientras en Gdansk las autoridades polacas, un pelele más del poder soviético, siguen hostigando sin cesar a Hanemann, sospechoso sencillamente por ser alemán.

Entre la abortada autopsia y la aparición de Hanka y Adam media buena parte de la novela, en la que suceder, lo que se dice suceder, poco más sucede. Apenas un puñado de mimbres le bastan a Stefan Chwin para urdir una bellísima historia, la que une a Hanemann, por supuesto, al narrador, que recibe del primero clases de alemán, y, sobre todo, a su ciudad. Se diría que el autor sabe sacar el jugo literario no sólo a sus personajes, sino también a unas pocas escenas recurrentes, como la de la evacuación, cada vez más asombrosamente vívida, o la del fatídico viaje en barco. Pero Chwin destaca aún más por saber crear páginas bellísimas contándonos la vida y tribulaciones de los objetos.
Sólo las monedas de oro macizo, los anillos de boda, las sortijas, las cadenillas, las crucecitas, los dólares, los rublos imperiales, los zlotys de plata polacos, los guldens de Danzig o las medallas acuñadas por la ciudad para conmemorar visitas de reyes conservaban la calma más absoluta. Sabían que se salvarían bajo el forro del cuello de un abrigo o que, envueltos en algodón (para no tintinear ante la proximidad de la muerte), dormirían en la oquedad  de un tacón durante los centenares de kilómetros que durase el viaje. El bastón de bambú del señor Rotke dormitaba en el paragüero junto a la puerta principal del número cuatro de la Jopengasse seguro de que, cuando le llegara la hora, lo rellenarían de cartuchos de monedas y lo sellarían con una estopada.
Los últimos días de Danzig
En medio de todos esos objetos temerosos ante su destino, a los que Chwin dedica páginas y páginas que se nos hacen cortas, se produce el encuentro entre Hanemann y los futuros padres de Piotr, en la casa que éstos han venido a ocupar, y en una de cuyas habitaciones sobrevive el doctor. El personaje de Hanemann juega en la novela un papel parecido al de Augustin Meaulnes en El gran Meaulnes. Al igual que en el clásico de Fournier, el título otorga el protagonismo a un personaje melancólico, romántico y misterioso cuya aparición, o en este caso, lo contrario, cambia para siempre la vida del narrador, verdadero personaje principal. De cualquier modo, aparte de la hermosa relación entre los unos, el otro, y los de más allá, aquellos antiguos residentes que, a diferencia del doctor, no osan resistir al hostigamiento de las autoridades soviéticas y abandonan, se nos cuenta también la historia de dos suicidios literarios, el de Kleist y el del poeta polaco Witkiewicz, una historia que me ha parecido algo pomposa y que es quizá la parte menos lograda de la novela.
Pero el mayor problema de esta excelente novela radica en que está escrita por un polaco, obstáculo para superar el cual no basta con una impecable traducción. Tendrá que llegar antes una oleada de novela negra de ese país para que los lectores no piensen que leer a un autor polaco es cosa de frikis y blogueros. De ahí que su publicación por parte de Acantilado (¡qué haríamos sin esta editorial!), que además son reincidentes con el señor Chwin, sea más que encomiable.

En suma, y volviendo a lo que nos ocupa, El doctor Hanemann, historia de iniciación, recreación de una memoria colectiva de otro modo extinguida, es un libro de escritura bellísima, cuya lectura es difícil interrumpir, que nos deja la sensación de que se nos escapa algo, y de que, al mismo tiempo, todo es muy sencillo. Y unas ganas cada vez mayores de volver a leerlo.
Y la ciudad se desplegaba a sus pies, parduzca, jugando al escardillo con las ventanas que se abrían y cerraban, hilando una frágil telaraña de humo por encima de las chimeneas de ladrillo ennegrecido. El martinete para hincar pilotes de la empresa Lehr de Dresden resoplaba pausadamente en el fondo de la antigua fosa y una bandada de palomas se cernía sobre la Puerta Wyzynna, pero cada vez que, haciéndonos sombra con la mano, clavábamos la mirada en el lejano horizonte entretallado por las torres de Santa Catalina, el Rathaus pequeño y el grande, la cúpula de la sinagoga y el contorno almenado de la Santísima Trinidad, atisbábamos, oculta detrás de una neblina, la faja oscura de mar que se extendía desde la Península hasta el acantilado de Orlowo, y sabíamos que la ciudad sería eterna.