Escribe: Rogger Alzamora Quijano
Cuando busqué un lugar tranquilo, como para corregir un libro, me sorprendí con las fotos de Juan Dolio en internet. Y me alegré. Tantas veces había asociado República Dominicana con Punta Cana que el prejuicio me había invadido. Prefiero evitar lugares demasiado turísticos y las palayas per se. Entonces propuse Juan Dolio como punto de reunión entre el autor del libro, el traductor y yo, después de muchas horas de buscar entre foros y Tripadvisor la información para sugerir algo sensato y acorde con la misión. No fue fácil. Santo Domingo está lleno de opciones.
Arribé al aeropuerto Las Américas a medianoche. Es pequeño en relación a otros de la región y lucía casi desierto, con una temperatura agradable. Me recogió Carlos en su minivan. Cincuenta minutos más tarde nos desviábamos desde la Autopista Las Américas hacia la derecha, por un breve y polvoriento camino, rumbo a Juan Dolio. Algunas edificaciones que luego de su auge y fracaso se están volviendo a emprender entre los resorts tipo Barceló, Hemingway, Costa del Sol, Sun Village, Guabaverry, etc, se alzaban como el blanquísimo complejo de tres edificios de unos quince pisos cada uno en el Boulevard de Juan Dolio. Condominio Marsella. Carlos se detuvo en la puerta del número tres. Me acompañó hasta el piso nueve. De los tres convocados, yo era el primero en llegar. En la blanquísima sala estaba monsieur Laurent, un francés afincado en Santo Domingo, propietario de un par de apartamentos en estos nuevos condominios. Mi contratante ya había coordinado todo con él, así que Laurent se limitó a darme la bienvenida y entregarme las llaves. Ya solo, recorrí las habitaciones y la terraza. Enfrente, un tranquilo Mar Caribe en su nocturno esplendor. Todavía tenía en las manos el inventario de muebles y las reglas de convivencia del condominio. No era mi asunto, así que lo dejé sobre la mesa y salí a la terraza y me senté a fumar.
Tras seis de nueve días a horario completo, terminamos la tarea. Por las noches, indefectiblemente bajábamos a tomar un trago en Coco's Bar y a ganar el mar o la piscina, ambas tibias y deliciosas. Por las mañana me levantaba antes de las seis para trotar un poco por los predios aledaños.
Al fin, el día siete fuimos los tres a Santo Domingo en un taxi. La primera impresión fue la misma que estoy seguro tuvieron los hombres de Colón. Un lugar precioso, mucho calor, excesiva humedad. El Parque Colón, Plaza de la Catedral o Plaza Mayor, atiborrada de frondosos árboles y restaurantes deja una esquina para la Catedral, viejísima y acondicionada con vidrios para evitar a los fieles el suplicio del excesivo calor durante los oficios. La vieja Catedral es fabulosa. Unos pasos a la izquierda, en el malecón del Río Ozama está la Ceiba de Colón, el legendario árbol donde se dice el conquistador ató sus carabelas. La Zona Colonial de Santo Domingo es indudablemente lo mejor de la capital. El Alcázar de Colón, el Museo de las Casas Reales, las calles El Conde y Las Damas, entre otros atractivos. Y el malecón lo más recomendable para almorzar. La vista desde el restaurante Adrian Tropical es increíble y hasta se pierde las ganas de comer. En realidad, en estos restaurantes turísticos donde el objetivo es el dinero y no el turista, comer y saborear es secundario. A mí me bastó con un recio mofongo, que no terminé. Pero nos gastamos dos horas en beber unas cuantas rondas del exquisito Néctar Caribe y Vodka Tropical. Al filo de las seis, decidimos regresar al centro y luego de una breve caminata tomamos un taxi de regreso a Juan Dolio. Esa noche el autor y traductor emprendieron el regreso y yo decidí quedarme un par de días más.
El día ocho me fui a San Pedro de Macorís. Tuve que caminar dos kilómetros hasta la autopista, sin hacer caso de un hombre que me recomendaba llevar ropa para lluvia porque pronto se desataría una tormenta. Mi cultura andina me jugó una mala pasada. Unos minutos más tarde, cuando me encontraba en pleno sendero, sin lugar donde guarecerme, comenzó la lluvia. Me gusta andar en servicio público, aunque a veces como en esta ocasión, el conductor del minibus, con la complicidad (o pasividad) de algunos pasajeros, terminó timándome. Cuando subí, en la autopista, estaba más incómodo por mi ropa mojada y el sauna que se vivía dentro del bus sin aire acondicionado, que acabé pagando el equivalente a cinco dólares por un boleto que en realidad cuesta uno. No fue todo. En San Pedro cometí otro error: comenzar visitando el Mercado Municipal. El territorio de la sanguaza. había leido que es una visita obligada en la ciudad, pero ahora pienso que debe ser por su extrema extravagancia. Caótico y sucio, territorio preferido de moscas y demás bichos que transitan por sus apocalípticos pasadizos.
De regreso, cuando me senté en la terraza de mi palacete en Juan Dolio a esperar una tormenta anunciada, tenía en mi balance mil razones para regresar a Juan Dolio y República Dominicana, y una sola para no repetir: el Mercado Municipal de San Pedro de Macorís. Después de entregar las llaves a Laurent, me senté a esperar mi partida con un trago y unos cigarros ante el increíble amanecer verde absoluto.
De: CUADERNO DEAMBULANTE Derechos Reservados Copyright © 2017 de Rogger Alzamora Quijano