No le costaba esfuerzo. El sólo dejaba que sus labios se movieran al compás que dictara su conciencia, deleitándose en el brillante resultado que su sonora voz clavaba en el éter.
Pero aquella ocasión era diferente. Jamás había experimentado algo similar. La felicidad extrema de la que disfrutaba era algo que podría ser calificado de irreal, pero esa no era la palabra. De hecho jamás la hubiera pronunciado. Era algo inusitado, algo que no podía ser verbalizado. Aunque él todavía no lo sabía.
De repente ella le preguntó “¿qué sientes?”. Pero su boca tan rauda en responder siempre permaneció fruncida en una mueca de estupor. Sus ojos se abrieron en un desconocido gesto de desconcierto, mientras su cabeza se afanaba por primera vez en su vida en encontrar la palabra capaz de describir la felicidad que anidaba en su corazón e invadía todo su ser.
Aunque tragó saliva para tratar de decir algo su garganta permaneció seca. Sus ojos se cruzaron con los de ella, titilaron inesperadamente, dejando que una hermosa lágrima perlada rodara por su mejilla hasta detenerse en la comisura de sus labios cerrados a cal y canto.
Había vuelto a encontrar la palabra perfecta, aunque esta vez la pronunciaron sus ojos.