Revista Literatura

La pálida

Publicado el 22 julio 2011 por Julio Alejandre @JAC_alejandre

LA PÁLIDA

Estabas en medio del zacate, amor mío, botado en el suelo, a esa hora en que la tarde cae. Tenías flores rojas en el cuerpo y ella estaba sentada junto a ti. Sostenía tu cabeza entre sus manos frías, hechas de aire y de dolor, se aferraba a tu cuerpo, jalando de él. La encontré cuando te llevaba, furtiva, igual que una fiera cuando esconde a su presa. Era de color azul, los cabellos de agua dispersos en el aire, hermosa. Y daba miedo. Me miró con sus ojos negros y callados: aléjate, me decían, es mío, yo lo vi primero. Pero me acerqué y aparté sus manos horribles, heladas y viscosas que no querían soltarte. Las retiré y se quedaron engarfiadas en la nada, y se marchó como un viento, mirándome con sus ojos muertos, mirándome sin rencor.

LA PÁLIDA

Eras todo tú una orgía sangrienta. No sé por qué te ayudé. No lo sé: tantos disgustos que me ocasionaste después. Pero se levantó la polvazón espesa de los días agobiantes de la canícula y te curé con mis propias manos, que quedaron rojas como si tuviera puestos unos guantes de ese color. Con estas manos, las estoy viendo, las mismas de matar. Desgarré mis ropas a tiras para poder empapar tanta sangre como botabas. Dios mío, cuánta tenemos dentro. Cayó un sol rojo aquella tarde, y también dorado. Rojo por la sangre y dorado por el amor. Porque allí mismo te amé. Allí, más muerto que vivo.

LA PÁLIDA

Te escondí en donde mataron a los Hurtado. Los habían trabado en alambres de espinos y los habían macheteado. Sus cuerpos quedaron expuestos al sol y a las fieras del monte, sus carnes se las llevaron los zopes, las arrancaron pedacito a pedacito las hormigas guerreadoras y ellos quedaron penando entre las paredes desmoronadas, retazos del techo, una ventana loca batiendo al norte. Allí te llevé, donde nadie te pudiera encontrar. Sólo ellos, los Hurtado, que nos miraban con sus ojos planos.

Te curé con paciencia y con amor. Iba a verte cada noche. Cada noche oía el sonido del tiempo, del tiempo traidor que, en tus brazos, corría alocado y sin tregua, transformando una hora en un minuto, reduciendo un minuto a un segundo. Mis manos jugaban con tus rizos negros, con tu barba rala, con tus ojos dormidos, acariciaban tu piel, recorrían de memoria tu imagen. Mi pensamiento contaba tus latidos, tu respiración, mientras esperaba el aviso del alba. Entre las tejas caídas, entre los huecos del techo se veía un cielo negro punteado de estrellas. Por cada estrella que se apagaba, el alba daba un paso. Primero una, después otra y otra más; iban extinguiéndose como lucecitas de una ciudad lejana, hasta quedar nomás un cielo gris lechoso que me alejaba de ti, que me borraba como el polvo empujado por el viento. Adiós, adiós amado, te decía, un beso, otro, otro más, la última caricia, adiós, adiós.

LA PÁLIDA

No supe nada de ti, nada del hombre que eras antes de conocerte. Nunca te pregunté qué hacías allí, quién te hirió ni por qué. No quise horadar tu silencio, ni tu reserva. Naciste para mí la tarde que te hallé ensangrentado. Lo demás no me importó, era de un pasado remoto y mezquino. Pero te fuiste igual que llegaste, de repente, sin avisar. Fui en la noche al ranchito de los Hurtado, con el corazón en la boca, con el amor en los brazos, y no te hallé. Ni una palabra, nada. Dios mío, me entró un sofoco, una desgana, un abismo de preocupación, de soledad. Te habías marchado, te moriste, te llevaron, a saber qué desgracia, me dejaste, se fue el amor. Sin despedida. Volví a la otra noche y a la siguiente, velando a oscuras, sola con las ánimas alborotadas de los Hurtado. Hasta a ellos les pregunté, pero no me quisieron responder. Tres semanas se fueron en aquella angustia, veintiún días con sus noches sin saber nada de ti. Se me chupó la cara, se me encogieron las carnes, se me enrojecieron los ojos.

LA PÁLIDA

Un hombre del mismo color de la tierra llegó a la casa. Olía igual que la tierra reseca del verano. Tenía las piel atravesada por las mismas grietas que los sembrados. Me volteé por dos veces cuando me llamó porque la primera no vi a nadie, solo el horizonte encalimado, los cerros pardos, los guatales amarillos, el aire que reverberaba. Por eso lo enviaste a él, para que nadie lo viera. A saber cuánto tiempo tuvo la mano tendida, ofreciéndome la nota. Un papel diminuto doblado y vuelto a doblar, un papel que olía a tu olor. No dijo nada, y se fue. Si no hubiera guardado el papel, si no lo hubiera leído mil veces, como lo leí, podría dudar si en verdad aquel hombre existió, si no fue un espejismo o un sueño soñado. Es él, me dije, Dios existe. Tu escritura pequeña y bonita, unas palabras más dibujadas que escritas, cada una de un color, cada línea un abrazo, cada espacio un pensamiento. Se me desbocaba el corazón esperando a la noche, yo estaba como el pilar cuando se rebalsa el agua, pero de amor, de puritito amor.

LA PÁLIDA

Yo te he querido más: es la verdad y no me importa. Pero tu amor siempre ha sido interesado. No es cuestión de hombres o mujeres, es cuestión de personas. Hay quien prefiere dar y quien prefiere recibir. Tú me has querido para tu causa, sea cual fuera, y yo nunca he protestado, ni me he quejado. Me has dicho de hacer esto y lo he hecho, me has pedido de hacer lo otro y lo mismo. Sin atender al riesgo o al peligro. La frontera no es una simple línea en el mapa, me dijiste, ni un muro que nos retenga, ni el río que discurre plácido entre ambas orillas; la frontera es una singularidad, un terreno brillante lleno de oportunidades donde ganan los audaces. Y me empujaste a ese juego arriesgado y excitante, me arrastraste a esa vorágine enloquecida de esperas y viajes, de esconderse y huir, de risas y sudores fríos, de armas y dinero.

Y un día llegó el golpe. Para morir, una palabra basta. Con ella se absuelve y se condena, se libera, se castiga, se agravia, con una palabra se acusa y con otra se perdona. Una palabra tiene el poder de el elevarte al cielo o de hundirte en el infierno: esta vez tocó infierno. Fue la mujer quien me lo dijo, y no la maté. La dejé vivir porque, en el fondo, era tan inocente como yo. Además, no la creí, pero los celos me empujaron a hacer la prueba. No se los deseo a nadie: son un sentimiento terrible, que no atiende a razones ni acepta la rienda; es el corazón desbocado, galopando salvaje, saltando cercos y vallados, apelmazando bajo sus cascos todo orden y toda lógica. Los celos me empujaron a aceptar el desafío. Siempre me han gustado los desafío, ya lo sabes.

LA PÁLIDA

Y fui a buscaros. A cada paso que daba la ira iba creciendo como un enorme monstruo de color rojo, con afilados colmillos. Por fuera estaba serena, pero me quemaba por dentro. Si hubieras podido atravesar mi piel y hundir tu mano en mi carne espesa, te habrías abrasado. Llegué a la casa. La cancela estaba entreabierta, como solía. La empujé y entré, crucé el vestíbulo, subí las escaleras hasta el dormitorio, que estaba desordenado y sucio, con botellas de cerveza vacías por el suelo.

Y allí estabas, en sus brazos. Dios, después de tanto amor como tuvimos, después de todo lo que pasamos. ¿Sabes que te quiero, amor mío, hasta en el trance postrero? ¿No sientes cómo te abrazo, cómo late mi corazón en este mismo instante? Pero no me contestas. La miras a ella, la pálida señora. Tus ojos apagados miran más allá de mí, más allá de la luz y de las sombras, a una oscuridad más tenebrosa. Ella viste de azul, nuevamente, un azul glacial. Sus manos heladas agarran tu cuerpo y sus ojos vacíos me miran en silencio; y te lleva, tenaz. Esta vez te arrastra consigo, aunque yo te aferre con todas mis fuerzas. Te lleva, te lleva.


LA PÁLIDA


 


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