La inspiración es caprichosa. Aparece y desaparece a su antojo sin importarle las consecuencias. Puede hacerme visitas interminables y abandonarme cuando más la necesito.
Hace ya algún tiempo que sus visitas son cortas. Me obliga a estar muy atenta a sus devaneos y a engancharme a su pelo fuerte, como el que se agarra a las crines de un caballo desbocado tratando de no caer. A veces pienso que ese caballo desbocado soy yo, que no le dejo estar tranquilo, que no le doy de beber, que no lo alimento. Otras veces pienso que ese caballo es libre y no se deja domar, que no hay que subestimarle pues él (o ella) decide a quién, cómo y cuándo regalar sus visitas.
He tratado de invocarla. Aún lo intento. En las noches de luna llena me asomo a la ventana, cierro los ojos y respiro profundamente atenta a cualquier olor, cualquier palabra o sonido, cualquier visión; pero las ventanas de mi cueva no tienen horizonte. Me obligan a mirar hacia dentro. Hacia dentro de la cueva y hacia el interior de mí misma. Me siento en el sofá y repito la operación. Atenta a todo. En este momento logro verla a lo lejos, cabalgando como una loca, riendo y agitando sus crines. A veces me lanza una mirada cómplice, pero no la entiendo. Me regala una frase, un estribillo, alguna melodía suelta… …pero pronto desaparece. Algo quiere decirme con la mirada y me tortura no saber qué es.
Entretanto, continúo con la búsqueda, que más que búsqueda, es casi una persecución: en los acontecimientos, en los ojos de la gente, en la tele, en la música, en los libros, en mis amigos, en mi familia, en mis experiencias, en las noches locas, en el boli, en el papel… Y no es que dude de que vuelva, es que, en el fondo, no soy muy amiga de la paciencia.