La piel que habito pertenece, con todo el dolor de nuestro corazón, al grupo de obras imperfectas de su creador. O, para ser más exactos, al grupo de películas fallidas. Almodóvar no logra rubricar un conjunto armonioso, aunque las piezas encajen. Son tantas las ganas por contar y tantas las ganas de mostrar que es capaz de zambullirse en varios géneros, sin respetar los cánones de ninguno de ellos, por cierto, que le puede más el impulso que la razón ordenadora. El problema reside en que son demasiados elementos sin profundizar en ninguno de ellos, y por ende se consigue que el edificio se acabe desmoronando. No logra ser el demiurgo que hilvane su creación, sino que se limita a presentarnos un mundo completamente deshilachado, donde cada parte de su complejo puzzle no logra transmitir sensación coherente de conjunto. Más bien hay muchos elementos que podrían sobrar, o bien haber sido construidos de otra manera.
El complejo universo macabro, oscuro, amoral y desesperanzado que el escritor Thierry Jonquet alcanza a presentarnos en la asfixiante e inclasificable novela Tarántula es tomado por Almodóvar a su antojo, para realizar una disección de sus elementos más notables y adaptarlos a su visión personal. Y esta es una de las impurezas que esta piel a prueba de fuego, como la que el personaje del cirujano interpretado por Antonio Banderas crea en el film, no es capaz de transpirar.
La premisa era buena, más bien excelente, y sus referencias todo un lujo, que van desde el mejor Hitchcock, el de Vértigo (1958) y La ventana indiscreta (1954), al mítico relato de Frankenstein, con ciertas dosis de ciencia ficción (toda una novedad en su cine, con el tema de la transgénesis), sin olvidar Ojos sin rostro (1960, Georges Franju) y por supuesto el film noir, lo que viene siendo ya marca de la casa desde La mala educación (2004). Pero lo que era virtud en otros de sus films más recientes, la grandísima habilidad demostrada en la miscelánea de géneros, aquí se convierte en defecto. El manchego quiere abarcar tantos temas de una sentada que termina por atragantarse.
La novela de Jonquet es ideal para Almodóvar ya que trata muchos temas que siempre han apasionado al manchego: el deseo, la venganza, el travestismo... Ello demuestra que La piel que habito no es un film tan original como pretenden vendernos. Las temáticas almodovarianas están tan a flor de piel como en cualquiera de sus otras películas. Sólo que aquí el espejismo de la novedad surge por el débil tratamiento con el que son tratadas. Lo que sí es novedoso es su acercamiento a la ciencia ficción, lo que es de agradecer, pero igualmente sirve de pretexto para el elemento melodramático y sólo se queda en premisa, sin ahondar en elloen absoluto.
La piel que habito es un film complejo. No es fácil adaptar el universo visceral, duro y arriesgado de Thierry Jonquet, y más si Almodóvar se resiste a renunciar a su estilo (en esta ocasión improcedente) e introduce elementos cómicos donde en la novela sólo aparece el horror más repugnante y claustrofóbico. Cito como ejemplo las dos violaciones que suceden en el film, sin desvelar ningún elemento de la trama. Con la primera de ellas, Almodóvar introduce un personaje fundamental en la historia pero que pronto liquida de un plumazo. Va disfrazado de tigre y por eso mismo la violación roza lo esperpéntico, de hecho, recuerda a la sufrida por Verónica Forqué en la irregular Kika (P. Almodóvar, 1993). En un disparo termina la secuencia y Almodóvar parece quitarse un peso de encima en su aparatoso guión.
La otra violación, la que forma parte de la segunda venganza de Ledgard (Antonio Banderas) y que pertenece a la esencia más honda de la trama, al grueso de la película, nuestro cineasta no se la toma en serio y destroza la secuencia en redondo. Introduce comedia, su querida comedia, su “marca de la casa” como si estuviera obsesionado por satisfacer a todo tipo de público. Esto ya supone un error mayúsculo que no es capaz de arreglar. Y qué decir de la malograda situación con los consoladores, donde se supone que hay que reírse pese al drama sufrido por la víctima. Un Almodóvar indigno.
Con dicho tono circense, difícil es acercarse al terror, como pretendía su autor. De este género sólo permanece en el film cierta estética, todo hay que decirlo, brillante. Porque lo que sí es cierto es que técnicamente en la película no reside ningún fallo ni en los planos, ni en la fotografía ni en la puesta en escena. Almodóvar demuestra una vez más que domina el arte cinematográfico como el absoluto maestro que es. Los planos al comienzo del film en el laboratorio son espléndidos y recuerdan a las viejas películas de terror de científicos locos. Es lo poco destacable de un film que pretende ser poco menos que una obra maestra y se queda en lo fallido, en lo pseudoartístico. Por si fuera poco una vez las piezas han encajado y el espectador conoce todas las sombras que se cernían sobre la trama, la sensación que permanece es la de: ¿Y ahora qué? En el último tramo de película ya no se sabe bien qué es lo que quiere contarnos Almodóvar, a dónde quiere conducirnos, si es que lo hemos sabido en algún momento, si bien la única sensación que se extrae de sus imágenes simplemente es la tremenda superficialidad con la que está contada la película.
Además, los actores no desprenden la química que suele ser habitual en su cine. No acabo de ver a Antonio Banderas en el papel de Robert Ledgard. Con tanto chiste me parece que en ocasiones está interpretando el mismo rol que en Átame (P. Almodóvar, 1990) que, por cierto, también trata del secuestro de una mujer, salvando las distancias. Y Elena Anaya en conjunto está correcta, aunque le salva su fotogenia ante la cámara, porque en la secuencia en la que quiere escapar de su prisión y lleva un protector facial se roza de nuevo lo ridículo. Pero sólo hay un culpable con nombre y apellido: Pedro Almodóvar.
Una careta como la de Elena Anaya parece haber tenido puesta Pedro Almodóvar en la creación de esta película, que le ha impedido ver lo que estaba haciendo con claridad. Creación que, como la del doctor Frankenstein, realiza en un collage usando muchos miembros, quedando como resultado un monstruo que resulta ser una de sus peores películas. El tema requería haberse tratado con la dureza que exigía, le pese a quien le pese, porque cuando la película termina (dando las gracias a Dios por ello) uno no sabe si ha visto una comedia o un melodrama durísimo, cuando se supone que se pretendía lo segundo. Y demasiados elementos, cada uno a su aire, cada uno a su antojo. Como si cada miembro del cuerpo de este monstruo quisiera ir por libre, sin un cerebro que ponga orden.
EDUARDO MUÑOZ