El libro de Ángel Zapata ofrenda una serie de consejos más que normas, y, en el proceso, ayuda a que comprendamos la cantidad de matices justamente en las reglas de la literatura.
Ángel Zapata ha trabajado y trabaja en varios talleres literarios. Ha recibido la atención de los críticos y de los propios relatistas gracias a libros como La vida ausente (Páginas de Espuma, 2006). Por suerte (para él, para todos), el mundo del cuento está lo suficientemente dividido como para que nadie sea un pope. Tampoco lo pretende, porque su poética no es rotunda ni agresiva, ni pretender sentar cátedra. Se agradece y mucho el tono a media voz, sencillo, con el que se exponen, y se justifican, estas pequeñas recetas, como Zapata las llama.
Pero, después de investigarle para saber si me apuntaba o no a un taller suyo (investigarle en la red, claro; esto suena tan detectivesco…), encontré un documento en el que colaboró: unos dogmas, en parte chanza, en parte serios, a modo de respuesta (ahí, sí, un poco airada, intuyo) a tanta tontería que se escribe, y, sobre todo, se publica. Era suficiente para que me comprara yo este libro: la Práctica del Relato. Por comparación, nos alejamos de esos libros de normas un tanto más estrictas en temas de guión. Pienso en Syd Field, sobre todo. Ángel Zapata cuenta y explica en primera persona, en un presente de indicativo que se desenvuelve aquí y ahora, entre bromas y cercanía.
Hay mucho bueno, mucho de lo que aprender, y sobre lo que tomar nota. Y alguna que otra pega. Pero son detalles, estos últimos, que, al tiempo, hacen reflexionar. Más que "pegas", son puntos de partida sobre eso que tanto se maneja en los talleres literarios, y, en ocasiones, en los de guión. Veamos.
El prólogo es de Medardo Fraile, al que el autor ya le dedicó un libro. Me fijo en el final de dicho prólogo:
[…] Y ten presente que no debes pensar en el público. Pensando en el público no te saldrá nada.
El quid, o, al menos, uno de ellos. Es tema de discusión, polémica, y hasta arrebatos varios en los talleres de cuento, pero también de guión. Unos profesores te insistirán en “mimar” al lector o el espectador; otros, insistirán en tu “voz personal”. Habrá, sin duda, puntos medios. Y sobre todo, muchas aristas. Siempre dependerá de para quién escribamos. En los formatos de programas, series o documentales para televisión, lo primero que se escribe en una memoria es el target. En literatura, el target se supone que lo llevas dentro; que lo conoces, aunque no lo hagas explícito.
Y aún así, en los talleres no habrá acuerdo: centrarte en tu personalidad como escritor puede ser una excusa para no aceptar ningún consejo, y buscar que el lector te comprenda un sinónimo de que quieres ganar el Planeta, a costa de lo que sea.
Lo que me llama la atención es que, pese a ese prólogo, Zapata sí que enfatiza bastante el papel del lector.
[…] las personas comunes preferimos:
a) Leer de corridob) Enterarnos de lo que cuenta el autor sin necesidad de saber sánscrito.c) Sentirnos concernidos por los destinos humanos que representan las ficciones
¿Contradicción? ¿O lo que era una cita de Medardo Fraile se refería a que no hay que tener en mente al público en los primeros momentos, pero luego sí? No queda aclarado. ¿Tal vez Zapata “abra” a diferentes proyectos y tipos de escritores sus consejos?
En todo caso, Zapata parece que se encuadra en esos profesores de talleres que te piden que escribas bien, “pero no tanto”. En el capítulo “Naturalidad” explica y fundamenta bien por qué no debe confundirse barroquismo con buena literatura. Tiene razón. Mucha razón.
Y, al tiempo, ya vuelven las preguntas. Si esto conduce a un canon, ya, por el camino, se nos cae Góngora o Valle Inclán. De los actuales, se me ocurre Martin Amis. Y, en parte, hasta un cuentista reconocido como Félix J. Palma.
De acuerdo, no todos tenemos la misma velocidad de lectura, ni el mismo manejo del vocabulario, y, por eso, algunos de los anteriores, tal vez, no resulten tan “difíciles”. Pero concédanme que no es una escritura “clara y sencilla”. Ni tiene por qué serlo, claro.
Pongamos un límite, que nos da el propio Ángel Zapata: “escribir bien no es escribir raro”. Más adelante, retoma aquello que da título al capítulo. Y acierta. Quizá el problema mayor de un estilo recargado es que te “saque” de lo que lees: que se vuelve artificioso. Doy fe. Las pasé putas avanzando por el libro Secretos Augurios, de Manuel Andújar. De una riqueza verbal envidiable, estos relatos te hacen cuestionarte si es tanta complicación la única fórmula para contar esta historia.
Los extremos son peligrosos, pero, de nuevo, me pregunto: ¿pero no habrá, de todos modos, lectores que también encuentren “difícil” el estilo de Félix J. Palma? ¿De veras podemos "meternos" del todo en una historia, de forma "inocente", a estas alturas?
Un ejemplo, en cine. Clint Eastwood, en pleno siglo XXI, aún es capaz de un lenguaje clásico recuperado que te involucra, olvidando a ratos que ves cine, que es ficción. Me sucedió con Million Dollar Baby. Pero las peliculas volvemos a verlas. Y entonces, se notan las costuras. Ahora me gusta ese film mucho menos.
Aparte, me hace preguntarme: ¿entonces el único camino es volver al cine clásico? ¿A la literatura clásica? Ya ven: nada de esto es fácil. Yo, desde luego, no tengo las respuestas.
Las dudas siguen produciéndose según leo el libro de Zapata. Y no es poca virtud, la verdad. Por ejemplo,
“el lector deberá quedar preso en esa situación que es estar escuchando un relato de boca de un narrador o de un personaje.”
Complicado, este objetivo. Peliagudo. Ahora, los narradores pueden engañarte, intercambiarse, travestirse y hasta desaparecer. Y me parece significativo que muchos de los ejemplos que usará Zapata son de narradores en primera persona: el Carver de "Cajas", el Salinger de "El periodo azul de Daumier-Smith", el Roth de "El lamento de Portnoy"...
Cierto. Un narrador en primera persona ya establece un pacto de verosimilitud más directo. Sin embargo, esto produce la consecuente pregunta: ¿entonces, qué sucede con los narradores en tercera persona? ¿Qué hacemos con ellos? Más preguntas, aún. En la ficción contemporánea, son comunes los guiños y las referencias, y hasta las bromas hipertextuales. Sin que se llegue al extremo posmodernista, hay más de una grieta por la que se cuela esa especie de advertencia, o de toma de conciencia: “eh, lector, esto que te cuento es verdad, pero también (yo) te lo cuento”.
¿Qué hacemos con estos autores, estas ficciones, que, sin dirigirse a los alrededores del Nocilla Lab, son “conscientes”? Algo improbable, me parece, desprendernos del hecho de que el lector tiene sus propias lecturas y su background de ficciones. Esto no es el siglo XIX: no entramos con tanta facilidad, ni confiamos tanto en el narrador omnisciente. ¿Y entonces?