No se encontraba. No se situaba y -lo que era aún peor- no se veía. El reflejo de su imagen le protestaba cada mañana sus letras apenas despiertas, pues aunque todas hablaban de belleza, elegancia, madurez y fortuna, no encontraban finalmente correspondencia tangible. Se pensaba nula, marchita e ineficaz en su lucha, pero solo se atrevía a apuntarlo más allá de sus ventanas, cuando las hormonas caían en picado hacia sus pies. Cada vez de manera más frecuente.
Quería hacer una pregunta -la pregunta- a su marido y llevaba tiempo pretendiéndolo, pero temía una respuesta que no resultara bastante como para seguir cuestionándose cada mañana en el espejo. ¿Y si le respondía de manera convencional, sensata y austera como era su costumbre? ¿Y si él, harto de veleidades y sandeces femeninas, no giraba la mirada y la mantenía al frente de objetivos más apetecibles? ¿Y si un día la avisaba sin antelación de que estaba despedida de su compañía, porque ella no generaba ningún interés, ya fuera económico o de cualquier otra índole? ¿Podían treinta años ser, al fin, suficientes…?
La mujer sin derecho a queja ni desespero, había decidido enfrentarse a sus miedos de una buena vez. Los 55 años recién cumplidos no le permitían por más tiempo un comportamiento infantil, y aquel viernes otoñal sería el día. Igual que hiciera tres décadas atrás, se apostó a un solo ganador, y se arregló la imagen reprochada por el cristal lo mejor que supo. Su marido llegaría en pocos minutos y tenía que estar perfecta. O todo, o nada. Nunca le valieron las medias tintas para sus palabras absolutas.
-Necesito una respuesta, cielo. Por más que pienso, yo no la tengo, pero confío en que tú sí. Tú siempre has sabido.
-Muy bien. Dime.
-¿Qué soy yo…? ¿Qué soy?
-Tú eres mi vida. Mi vida entera.
No había más que añadir. En cuanto terminara de besar a aquel hombre que la dibujaba en el centro mismo del firmamento, regresaría a su dormitorio y se desharía de ese frasco maldito…