Era extraño. No creíamos ninguno. Sin embargo estábamos juntos, entrelazadas nuestras manos, pidiendo un deseo a una inmensa luna que coronaba el cielo estrellado de aquella noche de abril. Y así, prometimos no soltarnos nunca de la mano.
Años después, frente a aquella misma playa y a una luna igual de redonda y brillante, le estaba preguntando por qué me había soltado de la mano y por qué había roto su promesa. Nadie respondió.
Llegué a casa, me desnudé y encendí candelas blancas con olor a jazmín, que dispuse alrededor de la bañera. Me serví una copa de vino y me metí hasta el cuello en el agua, arropada por música suave. Volví a preguntar, no una, sino varias veces, por qué. Nadie respondió.
Cuando me acosté esa noche y el sueño me invadió, me susurró al oído: "yo nunca te solté".
Fue entonces cuando caí en la cuenta de que hacía tiempo que yo había soltado su mano y no él la mía.
Desde ese mismo día, volví a creer en mí y volví a notar el tacto de su mano en mi mano. Desde ese mismo día, ya no le solté.