© Victoria Ivleva
“Le gustaban los amores “imposibles”; le dejaban “el gusto exquisito del fracaso.” – Elena Garro
Sé que no vas a venir, y eso al fin trae calma a mi vida.
Sé que no estaré, y eso trae esperanza a mi vida.
Es hora de partir, de abandonar los sueños absurdos que penden de hilos que están siempre cortándose y anudándose, es hora de mudarlos a otras camas, cambiar las sábanas, comprar cobertores de colores, recibir la primavera, ver brotar las plantas, dejar que los ojos se aclaren con el sol del nuevo día y amarse inconmensurablemente.
Esto es dejar ir, soltar, fluir y la mar en coche. Es dejar de poner excusas a lo que llamamos destino, es agarrar la paleta y pintar con los colores que se nos dé la gana, es exigir amor porque amamos y cerrar la puerta a lo que no vale, ni apuesta, ni siquiera pierde porque nunca juega. Me arriesgo a este vacío aunque deje de escribir… aunque la fantasía errática censure mis palabras y no encuentre rimas para los nuevos sueños. Arriesgaré la lejanía de las letras y soportaré la penumbra que precede a lo que vendrá.
Adentro suena Gladys Knight. Afuera suenan las risas de los preadolescentes, que corren de esquina a esquina.
Saber que al fin no vendrás trae paz interior y exterior a mi planeta personal. Es dejar de suponer, de idealizar, de armar en mi cabeza el primer saludo, el primer paso o el primer beso. Todo eso implica una enormidad de tiempo libre que ni sabía que tenía. Y es todo mío. Hay otra vida fuera de la tuya y es la mía.
Debo reconocer que gracias a esa fantasía, hoy ya exigua, de nuestro posible encuentro, cambié un poco mi vestuario e incorporé algunos vestidos que sabría te gustarían. Recuerdo haber tocado la tela de cada uno de éstos imaginando si te gustarían al tacto, aunque duraran poco sobre mi piel. Tal vez nunca había estado más hermosa que ese verano que nos íbamos a ver. Me levantaba con el brillo en los ojos y la piel perfumada. Buscaba lugares con playas íntimas y cabañas luminosas. Luego de unos años de duelo, dos otoños y un corto invierno, al fin esta primavera los usaré todos para mí, con el mismo brillo en los ojos y la actitud de quien renace a la vida.
Alguien a quien no conozco escribió “habrá otros veranos para amarnos”. Yo digo que no. Una mujer siempre sabe la verdad, otro tema es que quiera verla. Hoy puedo.
Fracaso, espera, imposible, resignación, desdicha, cobardía… son palabras que no figuran en mi actual diccionario.
No soy buena para enamorarme, aunque, ¿qué es ser bueno para enamorarse?
Uno se enamora como puede, en el instante más absurdo, de los personajes más adorados o más siniestros. Es como una tómbola, una quiniela, una ruleta rusa con el cilindro del revólver completo de balas. Es morir o morir. No hay otras opciones, ni escapatorias. Es un paisaje que se transita con pena o alegría, pero siempre es menester cruzarlo, de otra manera quedaríamos en ese limbo de la no vida. Luego, el éxito o el fracaso, vivir u olvidar; transitar siempre.
Cuando me enamore –nuevamente- perderé la cabeza, la compostura, querré acurrucarme, querré escribir, bailar, reír… todo al mismo tiempo. Seguramente querré todas esas cosas no recomendables que dicen del amor romántico. La singularidad, la originalidad y la pasión, la canción “pegatinosa” sonando en los parlantes, el revoleo de párpados, la mejilla húmeda del calor interior, la salvia saliendo por los poros de la piel, el enredo, el sabor a miel de la genitalidad, el susurro en el oído, la genialidad de perderse. Querré ese amor como quien cae bajo los efectos de un narcótico; sin control, con mareos, perdiendo la razón. Todo lo que recomiendan no hacer las páginas pseudo-analíticas y psicoanalíticas, las feministas y las filosóficas… todo eso querré sentir. Por qué no asumirlo y ya, si después de todo para estas cosas no existe freno de mano. Dijo Cortázar que la felicidad se parece tanto a un huracán que da miedo.
Todas las cosas que iba a vivir con vos, predestinadas por nuestros delirios, medio borroneadas, escritas en cartas que yacen a la intemperie cerca del arroyo, ya no serán. Y eso me libera del tic tac del reloj, del GPS con el destino marcado.
De pronto mi paisaje ha cambiado y ¡cómo! De verte en el ocaso de un día cualquiera en un año remoto, inalcanzable, inescrutable, incierto y cobarde; ahora veo la incertidumbre de la realidad que se asoma cualquier día de estos, trayendo la sorpresa de que ocurrirá algo, o nada, o la vida, o el amor, o el todo.
La ilusión.
Ya sé, ya sé que el amor que vendrá será para mí la próxima tempestad, dice Serrat.
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