No soy capaz de recordar cuándo, ni cómo, el cuarto de los juguetes se convirtió en un almacén. Recuerdo querer ser recogepelotas mientras mis hermanos jugaban al ping-pong. Y dinosaurios de goma, rinocerontes, indios, cajas, papeles. Recuerdo querer encestar el balón en una improvisada canasta formada al colocar la contraventana interior de la puerta, que daba a una terraza, doblándola en ángulo recto contra la pared. Fue una puerta estupenda, quiero decirlo, gran compañera de juegos en aquel lugar
Pero cuando la vejez se adueña de los edificios las historias se hacen ciertas. Un día la puerta de la terraza dejó de cerrar bien. La humedad es un fantasma para la madera olvidada. Desapareció el manillar dejando un agujero redondo al vacío. Las bisagras se habían aflojado y caído. ¿Cómo cerrarla entonces? Recuerdo las patadas intentando que se quedase encajada en su lugar. Allí abajo quedaron visibles las pruebas del cruel delito de desesperación. Pero, a unos segundos de darle la espalda, un sonido seco la volvía a abrir, dejando pasar la niebla, la escarcha, y la propia muerte a aquel almacén.