Como le ocurrió a Brodsky, la primera vez que llegué a Venecia era de noche. Noche fría y cerrada, atravesando la laguna. Entreveía maravillas que las luces entreveraban, vencidas por el sueño y la almohada de un cálido hotel.
La primera imagen que recibí de la ciudad a la luz del día fue la Punta della Dogana, la punta de la aduana, con la Giudecca al fondo, bajo un cielo descolorido de finales de octubre.
Los ventanales del salón enfilaban el desayuno con el símbolo de la Punta: la Palla d’Oro que enarbola la Fortuna sobre el globo terráqueo que sostienen dos talantes. Una veleta exacerbadamente barroca y veneciana. Y la memoria se enfilaba con el primer café del primer día.
Casi siempre asocio la primera imagen de una ciudad a su nombre. La memoria construye sus tesoros con imágenes, con fotografías mentales sin las cuales no sabríamos dar un paso detrás de otro forjando nuestro pasado, nuestro ser. Con imágenes, con palabras que, como resortes, las hacen aparecer. Tesoros plenos de libertad, únicos, personalísimos e ilimitados, que nadie sino uno mismo puede domeñar.
Por suerte, nadie puede enjaular la memoria, ni los libros.
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