Poco importa cuántas veces deseó tenerla entre sus brazos. Poco importa cuántas veces le dijo te quiero y la colmó de besos. Sólo importa que la abandonó a merced de las bestias.
La soledad se disipó entre la niebla y la efímera felicidad se adhirió a su piel. De su vientre había salido un ser perfecto y diminuto; un ser hecho para ella. Nunca más tendría que vagar sola y sin rumbo; nunca más padecería hambre de amor. Ahora que lo tenía entre sus brazos, nada ni nadie los separaría. Jamás.
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Concebir no es tarea para cobardes. Menos, para los que anhelan, vehemente, no estar solos. Un sujeto no es sólo sangre de tu sangre; es producto del éxtasis del placer y no puede ser moldeado a juicios insensatos. Desconociendo tal proposición, descuidó su promesa. Quien nació para acompañarla, quien debía seguirla a ciegas en sus desconcertantes decisiones, crecía en virtud de sus antojos. Conquistaba la autonomía a través de la soledad.
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El egoísmo se antoja un perecedero defecto del que muchos no pueden desprenderse. Más cuando percibe que individuos sin escrúpulos ansían devorarla. No se advierte el sufrimiento que no sea propio; la empatía se anula a la banalidad. Empero el fruto de su vientre consturbado es impune al dolor. Debe ser así. Debe padecer por los dos.
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Alcanzar a ver que el ser está corrupto y que huye desconcertado, significa despedir el hábito de su compañía. Porque le paga con ingratitud, aun habiendo sacrificado, por él, su vida.
Ylka Tapia
19.01.2010
Imagen | "The Artist’s Mother”, by James Abbott McNeill Whistler (1871).