La sala a
Publicado el 09 diciembre 2010 por Blancamiosi
Escribir un cuento en estas circunstancias es sencillamente imposible. Tal vez algunos no estén de acuerdo conmigo, pero de las desgracias se escribe una vez que se dejaron atrás, no mientras se las vive. No, señor. Así que no escribiré un relato. Solo recuerdos que se presentan como spots en mi mente aún adormecida de los días y noches pasados en un submundo que hasta hace poco me parecía tan lejano.Una sala general, la sala A. Lugar al que llegamos con las más locas expectativas; una tabla de salvación en las aguas turbulentas y negras de días y noches anteriores. Muy pronto la sala A sería más que una esperanza, un lugar donde la muerte rondaba por cada cama, como si estuviera escogiendo a quién llevarse esa noche. Yo la percibí varias veces, pero no por nosotros. Fue como si hubiera desarrollado el sexto sentido que tanto adjudican a las mujeres, un aroma sin olor, una huella sin sombra. Y el aullido de los perros… ellos jamás se equivocaban. Los escuchaba a diario, de noche o de día. En un hospital con tantos pacientes la muerte es inevitable. La sala A, con sus paredes en zigzag, para otorgar cierta privacidad a cada enfermo, con una puerta de vidrio al lado de las camas, que permitía solazarse con la naturaleza salvaje de las colinas del campus. Sentada al otro lado del lecho no me cansaba de mirar el paisaje, ni el cielo, ni las nubes. Había una que siempre se formaba en el mismo lugar, como un incipiente remolino que moría al ascender temprano, muy temprano. Luego las enfermeras con su alboroto, sus gritos destemplados, como si no supieran que en un hospital se debe conservar la calma, pero este hospital está aquí, y eso es suficiente. Un moreno de treinta y nueve años murió la primera semana de nuestra estadía. Lo veía venir. Nunca yacía en la cama. Pasaba las noches sentado, pidiendo aire. Lo dializaban dos veces por semana, nunca vi un visitante a su lado. La última noche me dijo: «gracias por golpearme la espalda, señora, es usted muy amable». Ya nadie le hacía caso, se había granjeado la antipatía de todos por sus malas maneras. Esa noche pidió aire una vez más y no pudieron resucitarlo. Su cuerpo envuelto en su propia sábana esperó varias horas en la misma cama a que lo trasladasen a la morgue. Asuntos de papeleo. Conocí a su familia: madre, hermanos; sanos y jóvenes. Fueron por sus restos con alivio y cierta alegría.Desde ese día durante las cinco semanas que permanecimos en la sala A, murieron cinco más. También otros se fueron por cansancio o porque sanaron, pero solo los menos graves. La sala A, ahora que lo pienso, parecía más un depósito de pre cadáveres. Y la muerte hacía de las suyas, jugaba y retozaba mientras los enfermos se debatían entre la vida y el más allá. Y yo respiraba su falta de olor, y sabía cuándo le tocaba al próximo. Aun después de salir del hospital seguí percibiendo su presencia, y en efecto, los que quedaron atrás, allá en la sala A, que por algún vínculo invisible quedaron unidos a mí, lo confirmaban: «Ayer por la tarde murió el señor Celis…»«El esposo de la gorda, el de los pulmones de cartón, se fue ayer… no soportó más, su mujer está desconsolada…»Finalmente salimos de ese infierno. Y ahora estoy a la espera de la muerte que se hace esquiva. Sé que tiene miedo de entrar en casa. Y yo no duermo desde hace veinticinco días. Creo que está indecisa: no sabe a cual de los dos llevar primero. Tal vez me preguntaré por quién aullan los perros, y no estaré despierta para saber que es por mí.