Leo con estupor las declaraciones efectuadas por la viceconsejera de asistencia sanitaria de la Comunidad de Madrid, Patricia Flores, en las que afirma que hay que poner límites al tratamiento de los enfermos crónicos. Y digo con estupor porque como enfermo crónico que soy me produce vergüenza y miedo que haya en este país gente de tal catadura moral que incluso se plantee la posibilidad de que quienes padecemos enfermedades con tratamientos para toda una vida no podamos recibir ayuda del Estado por ello.
Me pregunto día a día qué clase de déficit empático se desarrolla en el seno de la derecha para cuestionarse la asistencia sanitaria universal y gratuita para todos los ciudadanos. ¿Es acaso la salud, elemento básico del desarrollo del ser humano para su mera existencia, algo susceptible de ser cuestionado? La sanidad pública se basa y debe basarse en un principio de equidad y de libre acceso, que entre todos financiemos un sistema de asistencia que garantice que cualquier persona -sea cual sea su renta- pueda obtener un tratamiento digno y de primera calidad.
Yo me beneficio de este sistema y, al igual que hay ciudadanos que cotizan a la Seguridad Social pero no necesitan hacer uso durante años del sistema sanitario, a mí me resulta imprescindible para poder desarrollar mi vida con normalidad. Mi tratamiento cuesta 98€ por caja al mes. Ante la situación económica y laboral que nos encontramos, donde el trabajo es prácticamente una lotería y en el mejor de los casos no se llega a los 800 euros de sueldo, me pregunto: ¿considera el Partido Popular que yo puedo permitirme casi 100 euros al mes por un medicamento que no es optativo y que me hace tener una calidad de vida que me permita desarrollar trabajos y una vida con total autonomía? ¿Cree el Partido Popular que poder llevar una vida con normalidad tiene precio?
Se está imponiendo en nuestro país un discurso muy peligroso precisamente desde los estamentos que no están sufriendo las consecuencias de la crisis y por determinados grupos que pretenden aprovechar la coyuntura para imponer recetas ya fallidas que precarizan aún más nuestras vidas. Hay un proceso de desacreditación premeditada de lo público en beneficio de lo privado y se está elaborando un discurso de cuestionamiento del propio sistema al que se acusa de insostenible. Todo esto oculta un interés evidente: la mercantilización de los servicios públicos, la desmantelación de lo de todos y de lo susceptible de producir beneficios económicos a agentes privados. Primero fueron las empresas públicas, luego la educación y, ahora, le toca el turno a la sanidad.
Bajo el pretexto de la austeridad o del vivir sobre nuestras posibilidades tenemos una estrategia de desprestigio que no pretende otra cosa que hacer caja con la sustitución progresiva de lo público, lo de todos, por algo privado y privativo. El sistema público de salud es sostenible siempre y cuando se haga con criterio y con una planificación a largo plazo. Hay dinero, simplemente hay que saber invertirlo mejor y eso pasa precisamente por un refortalecimiento del propio sistema y por garantizar que el sistema siga siendo atractivo para las clases medias. En sus manos está la financiación del mismo y que sea algo universal, y para ello hay que seguir ofreciendo un sistema de calidad con el que no pueda competir la sanidad privada. El día que consintamos un descrédito y devaluación del sistema de salud público que haga huir a las clases medias y lanzarse a los brazos de los seguros privados, estaremos firmando la sentencia de muerte de nuestro sistema, transformándolo en mera caridad para los eslabones más débiles de nuestra sociedad.
¿Estamos dispuestos a consentir que algo tan básico para el bienestar de un país como es el sistema sanitario se ponga en tela de juicio o se entregue a la especulación?