La seguridad de amarnos a nosotros mismos (solo a nosotros mismos)
Publicado el 28 febrero 2013 por Ankorinclan
Dicen
que uno y uno suman más que dos. Pero el ego, que siempre se siente unidad
indivisible e ilusoriamente independiente (o independentista) siempre parcela
la vida en estragos, en islas, en territorios psicológicos de difícil acceso.
En la soledad y el aislamiento normalmente nos reencontramos con nuestra
parcela de confianza, un lugar donde nada ni nadie podrá demoler los pilares de
lo que somos, o mejor dicho, de lo que creemos ser, rechazando con ello la
oportunidad de cambio, aprendizaje y transformación que el otro y la suma de
los dos nos ofrece. La seguridad y la supervivencia del ego dependerá de su
protección.Si hubiéramos vivido
durante casi toda una vida en una isla desierta y de repente un ser bello, inteligente
y culto apareciera náufrago procedente de otra isla desierta, seguramente
podrían pasar tres cosas. La primera es que naciera la ilusión de una alianza
humana, cuyas raíces siempre se ramifican en eso que llamamos primero atracción
(esa ley siempre aparece cuando más se necesita) y luego, muy vagamente, en eso
que damos por llamar amor, aunque lo primero no tiene porqué desembocar
necesariamente en lo segundo.La segunda posibilidad es
que naciera la desconfianza. ¿Quién eres? ¿Qué quieres? ¿A qué has venido? Todo
aquello que perturba nuestra paz tiene sentido de convertirse en una amenaza. Y
a veces tendemos a confundir paz con seguridad, porque todos hemos delimitado
con fuertes y protectores linderos bien definidos hasta donde somos capaces de
arriesgar con tal de no derrumbar nuestras columnas y certezas. La parte
interesante de todo esto es que lo aparentemente verdadero, lo que alguna vez
nos dará la pretendida paz, es cuando demolemos esa seguridad y esa norma
vital. Ya lo dice el viejo adagio: lo único que permanece es el cambio, y si
navegamos largamente en nuestro propio circunloquio, perecemos.La tercera posibilidad
sería que uno de ellos buceara en la primera premisa y el otro en la segunda.
Entonces no habría intercambio, ni diálogo posible, ya que ambos andarían cada
cual en sus respectivas historias, sin coincidir en las derivas del lenguaje.
Sin comunicación no hay relación, y por lo tanto, los náufragos seguirían
siéndolo aun compartiendo la misma isla.La extrañeza de toda esta
historia viene precisamente de la situación de náufrago. Náufrago de la
sociedad, por llamarlo de alguna forma, aunque también podría traducirse como
hereje, loco o simplemente anormal o asocial. Pero ahí están las islas y ahí
están los náufragos, mirándose a veces con complicidad y otras con auténtica
desconfianza. Y el problema siempre es el mismo: el síndrome de Estocolmo con
la isla que nos ha secuestrado. Porque nuestro marco de seguridad –la isla-
termina también convirtiéndose en nuestro marco de referencia y nuestro marco
de protección. La norma, lo normal, será permanecer en ese lazo afectivo e
intenso que hemos desarrollado con nuestra propia cárcel y aislamiento. Amamos
nuestra soledad porque nos amamos a nosotros mismos y porque creemos que nosotros
mismos somos nuestro “yo”, nuestra parcela, nuestra isla. Pero ese amor propio
encierra los peligros de la ilusión, del separatismo, del vernos como unidades
aisladas incapaces de abrazar al otro y fundirnos en el otro. ¿Quién puede
realmente fundirse en el otro sino aquel que a base de ensayo y error ha
contemplado la posibilidad de auto-inmolar su propio yo?fuente: http://creandoutopias.net/2013/02/25/la-seguridad-de-amarnos-a-nosotros-mismos-solo-a-nosotros-mismos/