Tras ver la película “El abrazo partido” convine conmigo mismo en cambiar mi mayor deseo —que no es otro, cuaresmal lector, que el de xxxxxx—, dada mi proverbial y compulsiva volubilidad, por el de ser argentino. Y además judío.
Nombrar a la ropa interior femenina cómo bombacha o corpiño, aguantando los envites de la vida sin perder la compostura. Hablar inundando de palabras cualquier intersticio, como si el verbo fuese de aire o de fina arena; y a la vez ser judío cómo hipérbole de la decadencia, tan literaria ella. Y pasear por Corrientes, pongo por ejemplo, acompasando el paso al peso de tantos siglos sobre las espaldas, mientras a lo lejos se oye un bandoneón alargando la nota y rompiendo el silencio con aguda melancolía. Al poco lo deseché y volví a mi anhelo anterior, a querer xxxxxx, fundamentalmente por mi señalada volubilidad y porque la fe mosaica no contempla la celebración de la Semana Santa.
La festividad llega cada año en primavera y oliendo a azahar, el perfume de La Saeta de Machado. O eso creo.
Una señal inequívoca y certera de la pronta llegada de la Semana de Pasión era cuando mi madre cogía a toda la prole y nos llevaba a un almacén grandísimo, en la plaza, a comprarnos ropa nueva, que ella se encargaba de pagar durante el resto del año a tanto la semana. Había que estrenar necesariamente en el Domingo de Ramos si queríamos conservar nuestras manos pegadas a las muñecas.
Todos los domingos, infalible y tocado con boina, aporreaba la puerta de la casa —de cualquiera por las que pasamos— el cobrador de la lonja que nos fiaba la ropa para recordarnos las consecuencias de nuestros actos y, sobre todo, la perseverancia de la memoria.
Hubo un tipo, fallecido no hace mucho, con cara leporina y que guiaba una bicicleta con cuadro de amazona, pintada de verde esperanza, que era un cobrador implacable. Le trabajaba, entre otros, a un taller de tractores. Le daban los casos más difíciles y los hacía efectivos por desesperación. Acosaba sin piedad y era capaz de ir cada hora a la misma casa. Cuentan que una señora hubo de ser atendida de un ataqué de nervios, pues no le supo dar razón cierta de cuando su marido volvería a la morada y fue diecisiete veces en dos horas, a ver si lo pillaba.
Antes el Jueves Santo por la mañana era laborable. Invariablemente potaje de garbanzos y bacalao para comer. Por la tarde los oficios y la procesión. La Oración del Huerto.
El viernes los hombres iban con traje y las mujeres con velo, todo el mundo en la calle. Gentes paseando impúdicamente por el trayecto procesional y a la vista de quienes esperábamos de pie al borde de la acera. Por la tarde procesión del Entierro de Cristo. Trajes oscuros, mujeres con mantillas, capas negras; guardias civiles con los fusiles boca abajo escoltando el féretro de Nuestro Señor. Noche de pesadillas: el Mal campa a sus anchas.
Afortunadamente el domingo, y de nuevo la Luz, estaba ya cerca.
Kyrie eleison: Líbranos, Señor, del pasado que cada poco regresa a recordarnos lo que hemos sido y a negarnos descorazonadamente la posibilidad de remisión.
Christe eleison: Apiádate, oh Jesús, de nosotros tus siervos y líbranos del castigo de ser sujeto de conversación ajena y de que nuestro pellejo sea vendido por varas castellanas.