La única mesa vacía de la cafetería donde suelo desayunar en la oficina estaba aún sin limpiar. Un café a medias, los restos de un cruasán y varias servilletas. Todas arrugadas, a excepción de una. Estaba escrita y en su esquina derecha había un dibujo de lo que parecía ser una nube o, tal vez, una bola de algodón. "Una nube", pensé. Nadie dibuja trozos de algodón en servilletas.
Era una carta al destino, a una persona que se fue, a un amor perdido, quizás. Lo cierto es que releí la servilleta varias veces, hasta que el camarero limpió la mesa y me trajo lo de siempre. Me quedé con la servilleta en la mano y la volví a leer. Intuí que el dueño de aquellas frases era un hombre. Un hombre cansado. Imaginé su aspecto. Lo dibujé en mi mente. Quizás hasta me enamoré de sus palabras, tal vez me enamoré de él.
De pronto, alguien se acercó a mi mesa y se quedó de pie frente a mí. Alcé la vista y hallé a un hombre de unos cuarenta y cinco años, alto y atractivo que sonrió y me dijo que esa servilleta era suya. No supe qué decir. Noté la sangre subir a mi rostro, de un modo pueril y efervescente.
En ese momento me preguntó si podía sentarse. No pude negarme. ¿Cómo hacerlo? Hablamos durante un buen rato y el tiempo de mi desayuno se acabó. Me pidió el teléfono. Lo apuntó en el móvil. Le di su servilleta y la hizo mil pedazos. Le pregunté por qué la había roto y me respondió: "Por ti". Quedamos más días y dibujamos bolas de algodón en servilletas nuestras. Porque solo los locos dibujan bolas de algodón en vez de nubes.
Bonita historia, ¿verdad? Pues es inventada. Bueno, me voy a tomar un café. 😈😈😈😈